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Noticias Internacionales

Bebé, cárcel y asesinato: el ‘Juego de Tronos’ del último Iván ruso

todayoctubre 20, 2025

Fondo


Cuando hablan de los zares que reinaron en Rusia a lo largo de los siglos, uno de los primeros nombres que viene a la mente es Iván, entre Pedro y Catalina, por supuesto. Empero, a nivel mundial, el Iván cuyo legado se ha preservado y más aún se presenta como un caso para ejemplificar la leyenda del salvaje zarato ruso es Iván IV el Terrible, quien gobernó durante varias décadas en el siglo XVI. 

Sin embargo, en esta edición de ‘Huellas rusas‘ hablaremos de otro Iván, del que casi nadie sabe, porque desde la cuna, aunque fue proclamado emperador y figura así en los manuales de la historia, fue condenado a vivir su vida entre las cuatro paredes de una celda. El héroe de hoy es Iván VI, el emperador de todas las Rusias, asesinado a los 23 años de edad tras más de dos décadas en prisión. 

El fantasma de Pedro el Grande

Muchos de los que alguna vez han leído algo sobre la historia rusa se preguntan: ¿quiénes gobernaron estas vastas tierras después de Pedro el Grande y antes de que Catalina II ascendiera al trono sin tener el mínimo derecho a reclamarlo? La respuesta corta sería no enumerar la lista de monarcas (Catalina I, Pedro II, Ana I, Ana Leopóldovna, Iván VI, Isabel I y Pedro III), sino nombrar las cosas por su nombre: en la Rusia del siglo XVIII, los que realmente tiraban de los hilos eran los oficiales de la guardia, una especie de ejército de élite dentro del Ejército regular. Tomando su origen en tiempos de Pedro el Grande, la guardia impuso su voluntad a lo largo de todo el siglo XVIII, ejerciendo como un Parlamento con bayonetas

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Empero, ¿por qué adquirió un rol tan importante? La respuesta a esta pregunta radica, en cierta medida, en otra decisión del primer emperador ruso, quien, en el año 1722, ya en el ocaso de su vida, promulgó un decreto sobre la sucesión al trono. Según este dictamen, el monarca era quien nombraba a su sucesor según el criterio que considerase oportuno. Si bien la orden hacía pedazos la centenaria tradición bajo la cual el hijo heredaba el trono de su padre, hizo que el siglo XVIII se convirtiera en Rusia en la era dorada para las mujeres, con el nepotismo y el favoritismo alcanzando su apogeo. Y sí, la fugaz aparición del último Iván ruso también fue fruto de intrigas al son del crujido de faldas. 

Antes de que vayamos al grano y conozcamos la trágica muerte de Iván Antónovich ya durante el reino de Catalina la Grande, nos detendremos un poco en sus orígenes. Corría el otoño del año 1740 en una Rusia en la que reinaba la emperatriz Ana Ioánnovna, hija de Iván V, el eternamente enfermo hermano de Pedro I. A inicios de su reinado, primero aceptó y luego rompió las condiciones impuestas por determinados círculos de la nobleza que, básicamente, buscaban poner fin al absolutismo de la monarquía. Pese a ello, hizo todos los esfuerzos para inundar al país con alemanes, siendo su favorito un tal Ernst von Birón, quien era el que realmente ostentaba el poder en muchos aspectos. 

En octubre de 1740, Ana Ioannovna falleció, proclamando como su sucesor a un bebé, hijo de su sobrina Ana Leopóldovna. Sí, a pesar de su tío, Pedro el Grande, Ana I dejó un testamento con una voluntad explícita que no cayó bien a muchos en la corte: el todopoderoso forastero Birón figuraba como regente. El nivel de descontento fue tal que muy pronto, prácticamente un mes después de la muerte de su amante, Birón fue despojado de toda su autoridad mediante un golpe en el marco de la llamada Batalla de los Palacios, encabezada esta vez por el mariscal de campo Burkhard Munnich y la madre del nene sucesor, Ana Leopóldovna.

Sin embargo, Munnich, quien pese a ser forastero, gozaba de cierto nivel de respeto en determinados círculos del Ejército por sus méritos profesionales, tampoco duró mucho. La nostalgia de la guardia por los tiempos de Pedro I, así como una serie de intrigas lideradas por el entonces embajador francés desembocaron en que la noche del 25 de noviembre de 1741 la hija del primer emperador ruso, Elizaveta Petrovna, abanderara un complot para deponer a Ioann Antónovich y a su madre Ana Leopóldovna del trono. 

La hija de Pedro I, que durante décadas había mantenido un perfil bajo, esperando su ‘hora H’, subió al trono sin sangre ni ejecuciones. No obstante, el miedo constante, y no sin razón, de una nueva trama golpista, esta vez en su contra, forzó a Elizaveta Petrovna a convertir la vida del bebé de su examiga en un calvario incesante. Primero, la familia de Ana Leopóldovna, junto con su marido Antón Ulrich, fue enviada a Riga, en el extremo occidental del Imperio. En 1744, la voluntad de la monarca hizo que los trasladasen a la provincia central de Riazán, hasta que finalmente fueron enviados a la localidad de Jolmogory, en el norte de Rusia, muy lejos de los ojos ansiosos de restaurar en sus derechos al, digamos, legítimo emperador ruso. 

Pesadillas imperiales

Desde este punto y hasta su muerte, la vida de Ioann Antónovich tomó una línea recta, porque cada día debía de parecer igual. Era un preso, pero un preso sin condena. No sabían de él ni sus propios padres, que vivían en el mismo edificio separados solo por una pared. Mientras, Elizaveta Petrovna, como cualquier monarca en su sano juicio, se deshacía con fervor de todo lo que pudiera recordar a la efímera presencia del bebé en el trono ruso.  

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Puede que con el paso del tiempo Ioann Antónovich, a quien le llamaban con otro nombre, obtuviera más libertad en Jolmogory, pero el fantasma golpista siempre estaba presente en la mente de Elizaveta, por lo que a los 15 años del joven, cuyo aspecto poco tenía que ver con una familia real, fue separado para siempre de su familia y llevado secretamente hasta la fortaleza de Schlusselburg, situada en una isla relativamente cerca de San Petersburgo. 

Club exclusivo

Cuando Catalina II ocupó el trono ruso a finales de junio de 1762 sin tener derecho a hacerlo, su esposo Pedro III engrosó las filas del exclusivo club de emperadores legítimos rusos sin imperio, uniéndose a Ioann Antónovich. Es decir, había dos monarcas vivos con reclamaciones absolutamente legítimas desde el punto de vista técnico. Muy pronto, este club de privilegiados se redujo a un solo miembro tras, según la versión oficial, la muerte de Piotr Fiódorovich a causa de cólicos hemorroidales.

Extraoficialmente, el esposo de Catalina II fue mortificado por personas cercanas a la emperatriz que encabezaron el golpe a su favor. Empero, el ascenso al trono de Catalina ocurrió no por caprichos de unos miembros de la guardia, sino ante la manía sin frenos de su marido por todo lo prusiano, con la figura de Federico II el Grande en el centro, y su altísima impopularidad en el Ejército por borrar de un plumazo todos los éxitos militares que Rusia había conseguido con tanta sangre en la Guerra de los Siete Años (había un sinnúmero de razones más para deponer a Pedro III, pero este ya es otro tema). 

¿Loco? 

Mientras, Ioann Antónovich seguía recluido en la fortaleza bajo la vigilancia de soldados y oficiales las 24 horas del día. El adolescente ni siquiera sabía dónde estaba, ni tampoco veía a mucha gente. Las instrucciones dejaban claro que nadie, aparte de un par de vigilantes, podía pisar la celda del exemperador. 

«Él sufrió en carne propia toda la crueldad de aquella época, especialmente por parte de quienes decidieron convertirse en sus inspectores y carceleros. Había ocasiones en las que estaba desnudo, descalzo y hambriento, sufría a alguaciles borrachos que cometían abusos, pero todos estos horrores eran contrarios a las instrucciones, constituían un abuso y, por lo tanto, se ocultaban, se silenciaban y, por lo tanto, no podían ser frecuentes», afirma en su libro el historiador ruso Vasili Bilbásov, especialista en el reino de Catalina II. 

La emperatriz, que, al igual que Elizaveta Petrovna, no quería sangre, pero se guiaba primeramente por los intereses del Estado, anteponiendo a veces los sentimientos humanos, sabía perfectamente que el caso de Ioann Antónovich seguía inquietando a las mentes de la corte. Pese a que el traslado del adolescente de Jolmogory a la fortaleza de Schlusselburg se efectuó bajo un estricto secretismo, era un secreto a voces para muchos. Bilbásov, biógrafo de Catalina II, apunta en su libro que la monarca incluso visitó al joven en 1762, dejando para el público el retrato de un joven semiloco, afirmaciones que el propio historiador pone en tela de juicio. «Vimos en él, además de una tartamudez muy penosa y casi incomprensible para los demás, una privación de la razón y del sentido humano», indicó la monarca.

El cronista de la emperatriz argumenta a su vez que en los reportes sobre Iván, que durante su largo encierro pudo aprender a leer e incluso leyó varios libros, casi siempre se decía que el recluso estaba bien de salud, sin mención alguna de sus deficiencias verbales. Solo tras el asesinato de Ioann Antónovich, los dos oficiales que le apuñalaron afirmaban haber notado su tartamudez. En fin, el exemperador bebé ciertamente no se destacaba por sus capacidades intelectuales, pero tampoco sería justo llamarlo un bobo

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¿Instrucción como plan de asesinato?

La llegada de Catalina II supuso un importante cambio para el régimen de custodia en la fortaleza de Schlusselburg: la comisión secreta que se encargaba del caso de Ioann Antónovich pasó a ser dirigida por Nikita Ivánovich Panin, un hombre de alta confianza en los primeros años del reinado de la emperatriz y jefe de su política exterior. Panin, a instancias de Catalina, compuso una serie de instrucciones sobre cómo vigilar al prisionero. Entre este papeleo, había una importante novedad que despejaba el destino de Ioann Antónovich y que luego sirvió como una pista para fundamentar una teoría de conspiración de que fue la propia monarca quien ordenó matar al joven. 

Panin, que, entre otras cosas, instaba a los vigilantes a convencer al exmonarca de que se hiciera monje, ponía sobre blanco que Ioann Antónovich debía ser eliminado en caso de una emergencia. 

«Si, contra todo pronóstico, alguien llegara con un comando o solo, aunque fuera un oficial, sin una orden firmada por su majestad imperial o sin una orden escrita por mí, y quisiera llevarse al prisionero, no se lo entreguen a nadie y consideren todo esto como una falsificación o una acción enemiga. Si esa mano es tan fuerte que no es posible escapar, entonces maten al prisionero y no lo entreguen vivo a nadie«, escribió Panin. Puede ser una coincidencia, pero ¿quién hubiera pensado que esta instrucción sería tan necesaria tan pronto? 

¿Libertador o aventurero?

El oficial que intentaría liberar a Ioann Antónovich en julio de 1764 fue Vasili Yákovlevich Miróvich. No tenía contactos ni dinero ni conocimientos cuando llegó a San Petersburgo. Y por una razón: su abuelo apoyó al hetmán Mazepa, quien traicionó a Pedro I en plena guerra con Suecia. Tras la humillante derrota de los suecos en la batalla de Poltava, el cosaco tuvo que refugiarse en Polonia, condenando así a sus descendientes a incesantes penurias, porque la traición en cualquier época y en cualquier sociedad se pagaba, se paga y se pagará muy alto. Encima, el padre de Vasili tuvo la osadía de viajar con sus familiares a Polonia; fue descubierto y desterrado a Siberia, lugar donde nació el fallido libertador de Ioann Antónovich. 

Lógicamente, el servicio militar del hijo de un traidor de tanta altura no podía no estar lleno de gestos de menosprecio por parte de sus compañeros de armas. Empero, en octubre de 1763 una chispa de esperanza apareció en el horizonte: Miróvich, quien hacía guardia en la fortaleza de Schlusselburg, descubrió el secreto de Ioann Antónovich. El oficial, que vio con sus propios ojos el golpe de Catalina y el ascenso de los que ayer no tenían nada y hoy lo tenían casi todo, con cargos, tierras y miles de campesinos, se contagió con la idea de liberar al preso. 

«De liberar Miróvich a Iván, de ponerlo en el trono: todas las deudas estarían pagadas, sería rico, podría volver a jugar a las cartas, recuperar el honor; si el intento fracasa, no tiene nada que perder, ya es un hombre perdido. La difícil intención le parecía fácil: con la ayuda de su guardia, liberar a Iván, llevarlo a San Petersburgo, proclamarlo emperador y obtener títulos, rangos, tierras, dinero y lo principal: dinero», escribe el historiador Bilbásov. 

Orden cumplida

La ‘hora H’ llegó el 5 de julio de 1764 tras meses de preparación, vacilación y depredadoras ansias de desquitar todas las desgracias de un solo golpe. Si sabía o no el propio Miróvich de la existencia de una instrucción especial en caso de emergencia es otra pregunta, pero su plan contaba con un importante factor: la emperatriz no estaba en la capital (algo que algunos ven como prueba de que Catalina II sabía del complot o incluso lo habría orquestado). 

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La rebelión, seamos claros, el intento de liberar a Ioann Antónovich por un oficial era un acto traicionero a la corona, se desenvolvió a toda prisa, siendo condenada al fracaso desde el inicio. Si bien en los primeros instantes todo parecía ir bien, con Miróvich, junto con un puñado de soldados, arrestando al comandante de la fortaleza, los disparos del resto de la guarnición aplacaron a las huestes del soñador. Mientras, los dos vigilantes del exemperador, que llevaban un tiempo ya pidiendo que les relevaran de este puesto, se dieron cuenta de que esta era su chance para obtener la libertad. Y no dudaron en cumplir la orden tan explícitamente marcada en la instrucción de Panin, es decir, de la emperatriz. Lo que encontró Miróvich en la celda fueron los restos exánimes de Ioann Antónovich. Tras prestar sus honores al cuerpo, el rebelde fue arrestado. 

Ekaterina Alekséyevna se encontraba lejos de San Petersburgo, en Riga, pero los mensajeros de Panin galoparon a rienda suelta para entregarle a la emperatriz el reporte de lo ocurrido. Por muy cínico que suene, era una hora del triunfo para la monarca: los dos pretendientes legítimos a la corona se desvanecían en los armarios de la historia. «¡La guía de Dios es maravillosa e inescrutable! La providencia me ha dado una clara señal de su misericordia al poner fin a esta diligencia de esta manera», escribió la emperatriz en su misiva a Panin, haciendo maletas de inmediato rumbo a la capital. 

Enterrar y olvidar

Aunque el juicio contra Miróvich no estuvo exento de asperezas, la sentencia no se hizo esperar. El oficial rebelde, que a lo largo del proceso se mantuvo firme y digno, fue decapitado e incinerado el 15 de septiembre. «La gente, que estaba en lo alto de los edificios y en el puente, no acostumbrada a ver ejecuciones, y esperando por alguna razón la misericordia de la soberana, cuando vio la cabeza en manos del verdugo, exclamó al unísono y se estremeció tanto que, por el fuerte movimiento, el puente se tambaleó y la barandilla se derrumbó», apuntó en su diario Gavrila Derzhavin, uno de los pilares de la literatura rusa de aquel siglo. 

Así, dos años después del golpe, Catalina II se estableció plenamente en el trono. Impostores aparecerían más tarde, no había otra manera en Rusia, pero solo serían sombras de los pretendientes reales. 

«Inocente, inofensivo, incapaz de nada, Ioann Antónovich nació, vivió y murió como un mártir coronado del despotismo. Desde la cuna hasta la tumba, durante 24 años siempre fue solo un instrumento ciego e inconsciente de las pasiones políticas; nadie quiso verlo como un ser humano, para todos era un fantasma político», resume el historiador Bilbásov el destino del último Iván ruso en el trono.

Si quieren conocer más historias de este tipo, pueden escucharlas en el pódcast ‘Huellas rusas‘, disponible en la mayoría de las plataformas correspondientes.

Timur Medzhídov



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Escrito por hiperactivafm


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