El uruguayo de origen chino Leo Long, primer compatriota en alcanzar ambos polos, continúa registrando su experiencia rumbo al Polo Sur. En su nuevo capítulo, relató cómo el viaje previsto para el 20 de noviembre sufrió un cambio abrupto debido al clima extremo en la Antártida.
Originalmente debía partir desde Ciudad del Cabo, donde la empresa operadora Ultima Antarctic Expeditions convocaría a una reunión informativa previa y mantenía abierta la posibilidad de adelantar vuelos por mal tiempo. Por eso había llegado tres noches antes a la ciudad sudafricana.
Con tiempo extra, recorrió desde el Cabo de Buena Esperanza hasta el centro urbano, incluso sobrevolando la ciudad en helicóptero. Aun así, las condiciones lo sorprendieron: la icónica Table Mountain permaneció cerrada por fuertes vientos y solo pudo verla desde lejos.
Pocas horas antes de viajar, llegó la noticia inesperada. La empresa le informó que una tormenta de nieve impedía las operaciones aéreas hacia el continente blanco y que la salida quedaba postergada sin fecha definida. Eso dejó a los viajeros “en suspenso”, según describió.
Ya con los principales atractivos visitados, decidió aprovechar la espera con actividades improvisadas: caminatas en la reserva natural Silvermine, una visita a un centro de entretenimiento en las afueras de la ciudad e incluso un partido de tenis bajo el sol africano. Recién el 22 de noviembre, cuatro días más tarde, recibió la confirmación de que finalmente podía iniciar el trayecto.
En el aeropuerto descubrió el primer rasgo de la excepcionalidad del viaje: la compañía le entregó una tarjeta de embarque sin código de barras, una señal de que no se trataba de un vuelo convencional. El avión asignado era un Iliushin-76, un enorme transporte militar ruso, funcional y rústico, lejos de cualquier estándar comercial.
En la aeronave coincidió con trabajadores de la base científica india en la Antártida, cuyo destino inicial también era Nova Airbase. El interior del avión, según relató, tenía instalaciones antiguas, cables visibles y un baño improvisado, mientras el ruido de los motores obligaba a usar tapones auditivos. Aun así, la curiosidad pudo más: muchos pasajeros caminaron por la cabina y tomaron fotografías durante el vuelo.
Tras cinco horas y media, vivió una experiencia inédita: aterrizar en una pista tallada directamente sobre el hielo, un espacio que no figura en las listas IATA y que solo opera en condiciones muy específicas. Allí lo esperaban tres guías especializados —dos argentinos y un chino— que lo acompañarían hasta el campamento ubicado a 30 kilómetros.
El paisaje, contó, engaña. La pureza del aire comprime las distancias y hace que las montañas parezcan más cercanas de lo que realmente están. Uno de los guías, Angel, es montañista profesional y dos veces ascensionista del Everest. Al consultarle si, tras visitar ambos polos, debería buscar el “tercer extremo”, el argentino lo desalentó: solo un tercio de quienes intentan escalar la cumbre lo logra y la exigencia física y mental “es brutal”.
El campamento al que llegaron destaca por su comodidad insólita para el entorno antártico. Pequeñas cabañas de madera calefaccionadas, baños completos, sala común, y hasta un sauna, todo transportado desde Sudáfrica por vía aérea. Leo se alojó en la cabaña número 2, mientras que la número 1 funciona como comedor.
Tras la charla de bienvenida, ascendió con los guías una colina cercana desde donde se veía la inmensidad del hielo. Allí, por primera vez, sintió que realmente estaba “en el fin del mundo”. De vuelta en el campamento, cenó su primera comida en la Antártida: todo lo que consumen debe ser trasladado desde Sudáfrica, y el agua se obtiene derritiendo nieve. Por normas ambientales, incluso las aguas servidas deben ser recolectadas y enviadas de regreso.