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todayjunio 12, 2025
«¡Oh, luz!», ése es el grito de todos los personajes enfrentados, en el drama antiguo, a su destino.
Ese último recurso era también el nuestro y ahora yo lo sabía.
En mitad del invierno aprendía por fin que había en mí un verano invencible”.
Albert Camus.
He vuelto hace poco de un largo viaje, plagado de sensaciones encontradas y de auténticas aventuras. Y lo primero que hice al aterrizar en Montevideo fue correr a buscar a Camus, cuyas páginas recorro desde hace años, una y otra vez. Mi búsqueda no se debió a ningún azar. Estas palabras del escritor argelino francés, tan deformadas en las redes sociales, por desgracia, siguen siendo para mí un verdadero testimonio filosófico, de esos a los que se puede echar mano cuando la impotencia hermenéutica nos colma, y nos vemos asaltados por pensamientos demasiado confusos y desafiantes, relacionados con el paso del tiempo y de las estirpes humanas.
Vengo de un viaje largo, sí, pero vengo, más que nada, de un recorrido por los siglos y por los cruces de milenios. A pesar de que el continente americano se pobló hace al menos unos 16.000 años (hay teorías que se remiten a unos 30.000 años), y pese también a la poderosa influencia de las altas culturas americanas precolombinas, en los modestos lares rioplatenses no estamos habituados a codearnos con fenómenos tan venerables. Nada de eso. Bien sabemos que, si la propia Montevideo llegó a ser fundada, fue simplemente por razones estratégicas de España, encaminadas a cortarle el paso al competidor lusitano y evitar así que se echara bajo el brazo al estuario entero. Sea como fuere, al tratarse de una fundación tardía en el contexto del imperio colonial español en América, los uruguayos no tenemos a la mano ninguna antigüedad de renombre o de lustre que se remonte, con un poco de suerte, más allá de los cuatrocientos años. Ni qué decir de que nuestro casco histórico, Ciudad Vieja y parte de la Ciudad Nueva, araña apenas los tres siglos, y eso con mucha suerte (ni siquiera la casa natal del prócer hemos sabido preservar).
Pero, habiendo tenido la oportunidad de acudir a ciertas regiones tan ignotas como extrañas, situadas en Grecia continental y en la Turquía profunda, me encontré, de manera imprevista, rodeada de susurros casi interminables, que se alzaban ante mí con la mayor naturalidad del mundo, entre vestigios de arcos portentosos, bibliotecas, palacios, mercados, residencias, cuarteles, basílicas, plazas y murallas. Hablo de ciudades como Éfeso, situada en una región crucial de Asia Menor, con un importante puerto comercial con salida al mar Egeo y a todo el Mediterráneo.
Nosotros que, ocultos del rigor del sol bajo nuestros sombreros de paja, erramos con grandes dificultades por kilómetros de resbaladizas losas de mármol, no podíamos dejar de asombrarnos ante las magnificencias que Éfeso nos deparaba; y aunque nos era casi imposible calibrar su real dimensión y esplendor en el pasado, salvo algunas reconstrucciones virtuales a las que pudimos acceder, sentíamos perfectamente la significación y el calibre que deben haber tenido esas larguísimas y sinuosas avenidas en el desenvolvimiento de pueblos enteros. Sin embargo, fue recién al llegar al final del mercado, que en un tiempo estuvo ubicado al final de una ancha plaza, cuando descubrimos una calzada rectilínea, asombrosamente amplia y de gigantescas losas, que conducía rectamente al puerto. Apenas entonces, agotados de caminar y con la mente embotada por el esfuerzo sostenido de pretender desentrañar tantos significados, giramos la cabeza, contemplamos el larguísimo periplo urbano ya recorrido, nos acordamos de nuestros pies doloridos y volvimos a contemplar la calzada rectilínea. Entonces, y sólo entonces, nos dimos cuenta de la brutal importancia de la ciudad de Éfeso. O tal vez no. Tal vez nadie puede comprender en su auténtica raíz la compleja mezcla de la vida latiendo a lo largo de periplos de tiempo. Tal vez por eso el propio Camus ha hecho de Tipasa su homenaje al tiempo y al misterio.
Tipasa o Tibaza, una ciudad erigida en la costa de Argelia, a unos setenta kilómetros de la capital actual, nació como una antigua factoría comercial cartaginesa, y con el andar del tiempo pasó a manos romanas, paleocristianas y bizantinas, entre otras. Pero lo que importa aquí (y eso que no he dicho aún una sola palabra sobre Grecia y tampoco sobre la Acrópolis de Atenas, cosa que haré en su momento) no es otra cosa que la vida, la de aquí o la de allá, su pulso, su vibración incesante, su devenir y sus meandros, a veces subterráneos, y esas voces que nos llegan desde el fondo, como para buscar también en nosotros un símbolo, una huella, una respuesta. El tumulto de lo que se abre paso, se alza y desciende, se eleva y cae, nace y muere. Hoy sólo vemos ruinas en esas extraordinarias ciudades de la antigüedad, pero esas mismas piedras, desnudas, rotas, violadas, rapiñadas, escoradas y sin embargo dignas en su deterioro ciego nos impelen a reflexionar sobre la historia y sus recodos, como le pasó a Albert Camus, quien vio en ellas muchas cosas; entre tantas, un signo de la fragilidad humana. Claro que, para el escritor francés, Tipasa siempre formó parte de su propia identidad y de su propio suelo. Era una parte de sí mismo. Para los americanos del sur es diferente. No tenemos, como dije, ni siquiera el pesado esplendor de las pirámides precolombinas más antiguas conocidas en el Nuevo Mundo, situadas en La Venta, Tabasco, México, que datan de unos 900 a 800 a.C. y pertenecen a la cultura olmeca. Ahora bien: todas las grandes ruinas (podría citar también a la ciudad helenística de Hierápolis, en Pamukkale, Turquía) concitan en su derredor sentimientos tan encontrados que en verdad aturden. Está por un lado la belleza de su entorno, de sus cielos azules, de la brisa, la cercanía del mar, la preciosidad de la forma, de la voluntad, de la intención, por más que hoy se halle sepultada en escombros. Está, además, la memoria, y la historia y la reflexión sobre el absurdo de la existencia. Aunque uno no quiera, uno termina preguntándose por el sentido final de la vida y el lugar de la humanidad en este mundo. Y piensa, y medita. Y se pregunta uno si, después de todo, valdrá la pena andar hollando semejantes restos, como dando saltos al vacío en una cornisa intangible de tiempo. Pero entonces uno regresa al paisito, y mira a sus semejantes, y se codea con sus problemas, y asiste con cierta inquietud al sordo entrechocar de espadas y de insultos en que se ha convertido la dialéctica de la política partidaria entre nosotros, y uno se da cuenta.
Hoy fui a un almacén de barrio y vi a una parejita joven comprando algo para comer. Adquirieron dos papas coloradas y una cabeza de ajo. Nada más. Eso es parte, también, de mi regreso al Uruguay. Pero si intento vincular la pobreza de esa comida con las ruinas de una taberna romana o griega o fenicia, descubriré que, a pesar de los pesares, la vida siempre tendrá sentido, aunque también sea frágil, desde el momento en que, sea cual sea el tiempo en que nos toque vivir, seamos capaces de tomar conciencia de la necesidad de hacer el bien por nuestros semejantes. Sé que esta última frase no está de moda hoy en día. Parece tener, casi, molestas resonancias bíblicas, sobre todo si se la confronta a las descarnadas máximas neoliberales del “hacé la tuya”, que comenzaron allá por los años 90, con el inefable Fido Dido, entre otros. No estoy diciendo que la humanidad se haya dedicado por entero, de punta a punta, a hacer el bien para con su prójimo, digamos, durante los últimos cuarenta mil años (para redondear en algo tanta inmensidad). Al contrario. Es bien sabido que la historia de la humanidad se ha configurado en abrumadora medida, y lo sigue haciendo, a través de enfrentamientos y guerras de variado calibre, todos ellos cínicos y aviesos. Unos pueblos dominan a otros, destruyen sus más caras realizaciones y luego son a su vez derrotados. En estos momentos asistimos a dramáticos conflictos cuya escalada parece no querer cesar: uno es el genocidio de Gaza y otro es Ucrania y sus implicancias internacionales, a cuál más mezquina e interesada. Tal vez por eso ha dicho Camus en la obra citada que, al final, todos los males se reducen a una sola cosa: la falta de amor (o sea, del bien y de la eudaimonía aristotélica, añado). “En no ser amado sólo hay mala suerte: en no amar hay desgracia. Hoy en día todos morimos de esa desgracia. Porque la sangre, los odios, descarnan el corazón; la prolongada reivindicación de la justicia agota el amor que, sin embargo, la hizo nacer. En el clamor en que vivimos, el amor es imposible y la justicia no basta. Por eso Europa odia el día y no sabe más que oponer injusticia a la injusticia. Pero para impedir que la justicia, hermoso fruto naranja que no contiene más que una pulpa amarga y seca, se agoste, volvía a descubrir en Tipasa que había que guardar intactas dentro de uno mismo una frescura y una fuente de alegría; amar el día que escapa a la injusticia y volver al combate con esa luz conquistada”.
Acaso esa debiera ser nuestra suprema aspiración: en una lenta elaboración prospectiva, íntima y eterna, apostar segundo a segundo, pese a las maldades y a las mezquindades, por amar el día que escapa a la injusticia.
Escrito por hiperactivafm
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