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Muy poco después, Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel y principal aliado de los EEUU, visitaba el Congreso norteamericano para recibir el encendido aplauso de las dos Cámaras y de la mayoría de los legisladores. Acusado por organismos de Naciones Unidas de graves crímenes de guerra y de ocupación ilegal de territorios en Palestina y en las alturas del Golán de Siria, Netanyahu tachó de mentirosos a sus acusadores, negó el genocidio, ratificó sus políticas de exterminio en Palestina y apeló al involucramiento directo e inmediato de los EEUU en la guerra contra Irán, país al que identificó como el principal enemigo de la democracia y de la libertad en el Medio Oriente. Luego se entrevistó por separado con Biden, Harris y Trump, recibiendo en cada caso el apoyo correspondiente.
Una dinámica común parece emerger de estos acontecimientos distintos ocurridos en el centro y en la periferia del capitalismo global monopólico. Esta dinámica consiste en una escalada creciente en la intensidad, amplitud y extensión de conflictos entre fracciones y facciones de las clases dominantes, al tiempo que las clases subalternas son convidados de piedra en un contexto signado por la creciente fragmentación política. Esta escalada bloquea toda posibilidad de negociación y conciliación de intereses contradictorios. Impulsa en cambio un salto cualitativo en las relaciones de fuerza, un salto que aproxima los tiempos de la dominación absoluta de un sector, facción o fracción de clase sobre todos los demás.
La incapacidad de negociar intereses contrapuestos, ya sea entre clases o al interior de las mismas, es un fenómeno conocido que contribuye a la desintegración de la vida colectiva. Hoy la situación es especialmente grave: esta dinámica impulsada desde el centro del capitalismo global monopólico pone en riesgo a la propia vida en el planeta. Así, no por casualidad, el aumento de la temperatura de los conflictos políticos en EEUU a lo largo de julio se dio a la par de una política exterior que buscó escalar los conflictos geopolíticos creando condiciones para un enfrentamiento entre potencias nucleares en dos teatros de guerra «caliente»: Ucrania y el Medio Oriente. La gravedad de esta situación no ha sido considerada ni discutida por los partidos políticos y los medios de comunicación hegemónicos. En este contexto, la población mundial desconoce los riesgos que corre y permanece aletargada. Algo similar ocurre en relación a los conflictos que sacuden a los EEUU y a la Argentina: en ambos casos sus poblaciones desconocen los intereses en pugna y el modo en que los mismos impactan sobre sus condiciones de vida y su futuro.
Esta ignorancia es en buena medida consecuencia de un fenómeno más profundo: un relato oficial que tanto en el centro como en la periferia busca imponer un «sentido común», una manera de entender el mundo que vacía de contenido a los conceptos y valores tradicionales sustituyéndolos por sus opuestos. Un relato que sobredimensiona lo irrelevante y fabrica constantemente noticias falsas levantando así una polvareda de confusiones que oculta los intereses que mueven a las políticas que se aplican. Se impone así subrepticiamente una visión cada vez más simple, polarizada y sectaria de lo que ocurre en la realidad más inmediata, oscureciendo los fenómenos estructurales que dan origen a la concentración del poder y a una desigual distribución de la riqueza y de los beneficios de distinta índole en la sociedad. En este proceso, la manipulación social detona sentimientos primordiales de miedo, odio y envidia, bloqueando así toda reflexión crítica y asegurando la reproducción del status quo.
Esto, sin embargo, tampoco es nuevo. En todas las épocas y culturas y de un modo más o menos explícito, los sectores dominantes han buscado reproducirse en el poder utilizando la violencia e inculcando sentimientos primordiales. En los tiempos que corren, sin embargo, la digitalización de la vida social acrecienta la eficiencia del espionaje generalizado y de los mensajes subliminales, al tiempo que profundiza la competencia de los unos contra los otros. Esto no ocurre en el vacío: emerge en el contexto de una crisis sistémica y global que incluye la pérdida de legitimidad de las instituciones democráticas y el bloqueo de su capacidad para vehiculizar las demandas de diversos sectores sociales.
A su vez, este bloqueo desata una paradoja explosiva: la impunidad del poder abre una ventana por la que asoma una espesa red clientelista que obedece a los intereses de un núcleo cada vez más reducido de enormes monopolios. Esta red es la resina sobre la que se asienta la estructura de poder, tanto a nivel global como local. Constituye una verdadera maraña de gestores y mandantes con terminales en las instituciones, organismos del Estado, partidos políticos y diversas organizaciones y asociaciones, una red que toma y dispensa favores y servicios, asegurándose fidelidades que reproducen su cuota de poder y, al mismo tiempo, el status quo del cual ésta cuota depende. Como en la fábula del rey desnudo, los dominados y excluidos quedan prendados del fulgor de un ropaje inexistente. En estas condiciones, romper este hechizo implica subvertir el relato dominante y exponer la red clientelista y los intereses que se mueven detrás de las políticas que se aplican.
En agosto, el renombrado periodista norteamericano Seymour Hersh [1] advirtió que, según sus fuentes en los servicios de inteligencia, el expresidente Obama habría sido el artífice de un complot para obligar a Biden a renunciar a la candidatura por el Partido Demócrata.
El debate televisivo entre el presidente Biden y el expresidente Trump a fines de junio hizo evidente un secreto guardado desde hace tiempo: el avanzado estado de senilidad de Biden. Esto despertó turbulencias dentro del partido y llevó a Obama a sugerirle a Biden que renunciara a la candidatura, pues de lo contrario la dirigencia demócrata apelaría a la 5ª enmienda de la Constitución Nacional que prevé la sustitución del presidente por su vice en caso de incapacidad física. Obama le habría asegurado a Biden que contaba con el aval de Kamala Harris, de los principales dirigentes demócratas y de los donantes del partido, quienes, de no ocurrir el cambio, suspenderían la financiación al partido ante el temor de perder en noviembre no sólo la presidencia del país sino también las dos Cámaras del Congreso.
La manipulación partidaria no es algo nuevo y corroe desde hace mucho a los dos partidos políticos norteamericanos. En el caso de los demócratas hoy en el Gobierno, este fenómeno salió a la luz en marzo del 2020 cuando los principales contendientes en las primarias del partido renunciaron abrupta y simultáneamente a la competencia interna cediendo la nominación a un Biden que ya había perdido las primarias en Iowa, New Hampshire y Nevada y sólo había ganado por primera vez en Carolina del Sur. Ante el avance de Bernie Sanders en la contienda interna, y la posibilidad de que su candidatura facilitase a Trump el acceso a la presidencia del país, el establishment del Partido Demócrata optó por eliminar la competencia interna e imponer a Biden como candidato. Ahora lo sustituye por Kamala Harris, quien nunca contó con delegados propios y tuvo que abandonar enseguida las primarias de 2020 cuando su reputación profesional fue pulverizada por otra contendiente demócrata.
La nominación de Harris antes de la Convención Demócrata aglutinó a los máximos dirigentes del partido pero provocó el descontento en amplios sectores de las bases. En una votación online iniciada este jueves, Harris se aseguró el traspaso de gran parte de los delegados de Biden antes de que se concrete la Convención Demócrata. Luego de su designación, Harris ha recibido un aluvión de donaciones, fenómeno que permite atisbar no sólo el poder de los grandes magnates sobre el partido sino también las vías oscuras por las que fluye el dinero en las elecciones norteamericanas.
Si bien estos episodios muestran el poder que una maquinaria no electa tienen sobre la política norteamericana, el fallido intento de asesinato de Trump profundiza la visibilidad del problema al exponer la vinculación de los organismos de inteligencia con la política y las elecciones, fenómeno medular que ha marcado la historia política del país desde el asesinato de Kennedy.
Por esos días se sumó un nuevo elemento: por arte de magia, el FBI encontró la transcripción de declaraciones de Biden, supuestamente perdidas y por lo tanto negadas a una comisión investigadora presidida por los republicanos en el Congreso. Hace unos meses, el procurador especial Robert Hur, que investigaba el posible mal manejo de información secreta por parte de Biden, lo exoneró de todo cargo porque la evidencia recogida en las transcripciones corroboraba que era «un anciano con escasa memoria». Hur adelantaba así información sobre la senilidad de Biden, algo que el Gobierno intentaba ocultar desde hacía tiempo.
Esto se suma ahora a la creciente evidencia de violación de todos los requisitos de seguridad, antes y después del intento de asesinato de Trump, por parte del Servicio Secreto, del FBI y de los organismos policiales encargados de la seguridad del evento primero, y luego de la escena del crimen. Hoy tres investigaciones en curso intentan desentrañar las complejidades de un incidente que parece conducir a las luchas facciosas dentro del propio Estado en las sombras.
En su visita al Congreso norteamericano, el genocida Netanyahu agradeció a Biden y a Trump por la ayuda brindada al régimen israelí durante sus respectivos gobiernos y sostuvo que la derrota de Hamás en Gaza debiera ser la precondición para la paz en la región. Una vez lograda esta paz, Israel continuará ejerciendo su control sobre una Gaza desmilitarizada y desradicalizada. Para lograr esto último, Netanyahu pidió más ayuda militar y más celeridad en los envíos. Su discurso expuso una vez más su intención de bloquear las negociaciones con Hamás y de involucrar al Gobierno norteamericano en una guerra contra Irán.
Pocos días después se producía un incidente con fuertes connotaciones de falsa bandera: un bombardeo de población civil árabe en las alturas del Golán, territorio sirio bajo ocupación israelí, fue adjudicado por Netanyahu falsamente a Hezbollah, anunciando una inminente represalia [6]. A pesar de la categórica desmentida de Hezbollah sobre su supuesta participación en ese incidente, Israel bombardeó un sector de Beirut asesinando a un importante comandante de Hezbollah. Dos días después asesinó a Ismail Haniya, principal representante de Hamás en la negociación por la liberación de los rehenes. Este asistía por ese entonces a la jura del nuevo presidente iraní.
Irán ha amenazado con represalias y Trump, Harris y funcionarios del Gobierno norteamericano han manifestado su apoyo incondicional a Israel, mostrando así que republicanos y demócratas comparten una misma política en relación a Israel. Esta conduce rápidamente hacia un callejón sin salida: profundiza la división geopolítica, acelera los tiempos de un enfrentamiento con armas tácticas nucleares en la región y amenaza el abastecimiento y transporte mundial de energía con consecuencias impredecibles sobre la economía y las finanzas mundiales.
Escrito por hiperactivafm
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