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todayjunio 14, 2024
Robert Bierenbaum tenía un futuro brillante asegurado y todas las de ganar con las mujeres. Era un cirujano de renombre, un piloto matriculado, buenmozo, hablaba cinco idiomas con fluidez, pertenecía a una excelente familia, esquiaba como un profesional, tocaba la guitarra y el piano. Por eso, cuando los padres de Gail Katz vieron que su hija, que venía de serios bajones anímicos y un intento de suicidio, empezó a salir con él, no pudieron creer su suerte.
Las cosas parecían enderezarse ante sus ojos. Pero la vista puede resultar engañosa y la realidad transformarse en un espejismo.
Nacido el 22 de julio de 1955, Robert Bierenbaum tuvo desde el principio el destino servido en bandeja. Su padre Marvin era un cardiólogo con dinero y prestigio. Desde muy chico sus padres notaron que Robert era brillante en ciencias. Con solo 7 años realizó un curso de astronomía en Manhattan donde el resto de sus compañeros eran adultos. Entre sus sueños estaba el de ser el primer astronauta judío. En el secundario ya hablaba cinco lenguas, practicaba instrumentos musicales, se convirtió en muy buen deportista y estaba lleno de amigos. Se graduó integrando el cuadro de honor por sus notas y éstas le habilitaron el ingreso a la Universidad de Albany para estudiar medicina. Al mismo tiempo, realizó los cursos requeridos para convertirse en piloto de aviones pequeños.
Se graduó a los 22, tres años antes que el promedio de sus compañeros. Mientras terminaba su residencia en cirugía, se anotó en judo y como en todo lo que hacía se lució. Una de las técnicas que aprendió, por entonces, era una toma defensiva con la que podía dejar a una persona inconsciente.
Gail Katz nació ocho meses después que él, el 8 de marzo de 1956. Sus padres se llamaban Manny y Sylvia y ella fue la primera de sus tres hijos. Sus hermanos llegaron más adelante en el tiempo: Alayne en 1957 y Steve en 1969. Vivían en Flatbush, Brooklyn, pero luego se mudaron hacia Long Island. Sylvia trabajaba en emergencias en un hospital y Manny era, en esa época, presidente de una compañía llamada Columbia Pen & Pencil. Cuando la empresa fue vendida las cosas se complicaron y él se quedó sin trabajo. Con su mujer, para sobrellevar la economía familiar, debieron sacar hipotecas sobre su casa. Vinieron tiempos de escasez. Durante la secundaria Gail fue una alumna promedio, pero su adolescencia empezó a estar marcada por sus frecuentes bajones de ánimo. Luego de ingresar en la Universidad Estatal de Nueva York para estudiar psicología, enfrentó dos episodios de depresión grave que requirieron internación. Comenzó a experimentar y a consumir drogas y, en 1978, tocó fondo: se cortó las muñecas. A partir de entonces, su permanente inestabilidad emocional se convirtió en una pesada carga para toda la familia.
La joven optó por abandonar la psicología y se mudó a Manhattan para estudiar danza. No le gustó y dejó. Su inseguridad le pateaba en contra. Se anotó para realizar trabajo social. Tampoco funcionó. Volvió a sus pagos y se puso de novia con un músico. Fue un desastre. Cada vez peor. Decidió ver a un terapeuta para que la ayudara a decidir qué hacer con su vida. En eso andaba cuando, a través de su amiga Amanda, conoció a un joven llamado Robert Bierenbaum. Corría 1981 y él con 26 años ya estaba terminando la residencia en cirugía. Era un partidazo: atractivo, apasionado por la comida gourmet, piloto y amante de la buena vida. En la universidad era sabido que Robert solía invitar a sus candidatas a románticos paseos por el cielo. De inmediato empezaron a salir y hubo conexión.
Los padres de Gail al enterarse de este nuevo candidato en la vida de su hija, respiraron aliviados. Estaban encantados con el giro en la vida de Gail.
El romance comenzó idílico, no podía ser mejor. Y se pusieron oficialmente de novios.
Todo parecía funcionar a la perfección, eran una mágica pareja que volaba sobre las nubes con Robert conduciendo. Hasta que un día emergió el costado oscuro de ese encantamiento y una tormenta tan feroz como inesperada los situó en zona de peligrosas turbulencias.
Gail (26) siempre había sido muy cercana con su hermana Alayne (25, estudiante de derecho en la Universidad George Washington). Un día de esos, cuando ya Gail llevaba bastante tiempo saliendo con Robert, la llamó histérica. Llorando le contó algo muy extraño: Robert tenía celos enfermizos del gato de Gail. En uno de sus ataques de rabia había intentado ahogar al animal en el inodoro del toilette. Gail había intervenido y logró salvarlo. Pero le dijo a su hermana: “Tenemos que deshacernos del gato para que estemos bien porque él creerá, de esa manera, que lo amo”. Era la prueba de amor que Gail tenía que ofrecerle a Robert. Alayne, furiosa y sorprendida con lo que contaba, le respondió que más le valdría quedarse con el gato y abandonar a Robert. Pero Gail insistió al punto de que Alayne la acompañó a dejar la mascota en adopción en un refugio para animales. Alayne anotó en su cabeza lo ocurrido, le pareció preocupante.
A pesar de esa perturbadora experiencia Gail siguió adelante con los planes de casamiento con Robert. Estaba enamorada.
El 29 de agosto de 1982, un mes después del episodio con el gato, celebraron su boda en una sinagoga ante decenas de amigos y sus familias. Un detalle no menor: Gail aceptó la imposición de Robert para usar el mismo traje de novia que había usado su suegra, a pesar de que no le gustaba en lo más mínimo. El sometimiento avanzaba.
Se fueron a vivir al departamento 12B en el número 185 de la calle 85, en el Upper East Side de Manhattan. Todo muy exclusivo, pero el alquiler del departamento lo pagaban los suegros de Gail.
Como vio que su hermana seguía preocupada por el asunto de los celos, Gail le dijo: “Soy inteligente. Lo amo. Mi amor lo curará. Esto va a funcionar”. Le aseguró que tenía todo bajo control.
Sin embargo, la familia y los amigos de Gail empezaron a notar que la relación de la pareja era tóxica. Robert se mostraba demasiado controlador y la ira lo embargaba con facilidad. Le tenía prohibido fumar, decidía qué debía ponerse Gail y qué peinado podía llevar. Poco a poco, ella fue perdiendo su voz propia.
Por otro lado, Robert trabajaba mucho y ella pasaba demasiado tiempo sola. Desilusionada con su estilo de vida y sin atención de su marido los conflictos escalaron. Robert la convenció para que retomara la carrera de psicología que había abandonado. Con más actividad en su vida las cosas parecieron mejorar por un tiempo. Pero, inevitablemente, las discusiones volvieron. El control enfermizo de él, los deslices amorosos de ella en su aburrimiento fueron percudiendo lo poco que quedaba. Los domingos era el día de la semana en que la pareja convivía muchas horas. Eso lo sabían muy bien los vecinos que escuchaban sus ruidosas peleas y portazos furibundos. Era una constante del último día de la semana.
Gail insistió para que él viera a un terapeuta que los ayudara con la convivencia y los ataques de rabia de Robert. Fueron juntos. Llegaron a ver a tres profesionales diferentes. En la primera cita con la psicóloga Shelley Juran, ella los hizo pasar por separado. Primero entró Robert y, luego, Gail. Juran enseguida se percató del peligro que latía entre ellos. Luego de un par de entrevistas le advirtió a Gail: debía dejar a su marido porque corría serios riesgos de salir lastimada físicamente. Gail no le prestó atención. Sabía que exageraba.
Llevaban un año de casados cuando un día, en medio de una de sus discusiones, Robert amenazó a su mujer con saltar del balcón. Poco tiempo después, la sorprendió fumando en el mismo balcón. Enojado la tomó por el cuello y apretó con sus manos hasta que ella perdió la consciencia. Gail quedó muy asustada con ese hecho, pero se tomó cuatro días para pensar qué hacer. Terminó yendo a la policía para denunciarlo el 12 de noviembre de 1983. Pero eran otros tiempos aquellos. El peligroso acto de violencia terminó en la nada y ella lo perdonó.
En noviembre de 1983, Juran sintió que el caso excedía lo psicológico y que la pareja debía consultar a un psiquiatra. Los derivó a uno renombre: el doctor Michael Stone. El experto no demoró en percibir lo mismo que Juran: Robert representaba un peligro real para Gail. Recomendó fervientemente la separación. Gail, otra vez, más hizo oídos sordos. Pero le contó a su hermana y a sus íntimas amigas las conclusiones de los especialistas consultados. Espantadas ellas insistieron para que se fuera de su casa. No hizo caso. Siguió haciendo equilibrio entre la rabia de su marido, los amantes que tenía, la indecisión y los perdones.
A comienzos de 1985, Gail le dijo a su hermana que estaba planeando abandonar definitivamente a Robert y mudarse sola. Idas y vueltas, como siempre.
El domingo 7 de julio de 1985 Gail se esfumó.
Esa noche, cerca de las 23:30, Robert llamó a la madre de Gail. Quería saber si sabían algo de su mujer. Sylvia le dijo que no. Robert le contó que habían discutido esa mañana y que ella se había ido del departamento muy enojada a las 11 de la mañana. Él acababa de volver y ella no había regresado todavía. Tampoco había encontrado mensajes de ella en el contestador telefónico. Durante ese domingo Robert, eso le contó a su suegra, había usado el Cadillac azul de su padre porque su auto estaba en reparación, para ir a visitar a su hermana en Nueva Jersey ya que era el cumpleaños de un sobrino. A la vuelta, a eso de las nueve de la noche, había estado con un colega residente y, desde allí, había llamado a su departamento para ver si Gail había regresado. Pero no.
El lunes 8 de julio de 1985 a las 21:20 de la noche, Robert Bierenbaum fue finalmente a reportar a la policía la desaparición de su esposa Gail Katz, de 29 años. Alegó que la mañana del domingo, alrededor de las 9:30, él le había preguntado a Gail si quería desayunar, pero que ella no había querido nada. Después Gail había tenido una conversación con alguien, siempre según Robert, que la había dejado sumamente molesta. Terminaron discutiendo entre ellos y Gail se fue. Fin de la historia según Robert.
En la comisaría mencionó a los detectives que, como ella había tenido un intento de suicidio, él temía mucho que se hubiera hecho daño a sí misma. Era un dato a tener en cuenta.
Alayne Katz entró inmediatamente en modo alerta. Estaba al tanto de algunos pormenores de la pareja que no podían dejarse pasar por alto. Dedujo con dolor: “No está conmigo, no está con mis padres… Gail está muerta. Y si está muerta hay una sola persona que es sospechosa de haberla asesinado. Ese es Robert. No hay otro sospechoso”. Los padres de Gail dejaron su casa en North Bellmore y se dirigieron a Nueva York para participar de la búsqueda de su hija. Tomaron fotos de ella y con la ayuda de Robert las pegaron por todo el Central Park. Aunque tenían sospechas sobre él, no tenían fundamento para expresarlas.
Cuando fueron con Alayne al departamento donde vivía su hija urdieron un plan: que los amigos de Gail distrajeran al yerno para ellos poder examinar un poco el escenario. Alayne quería ver si encontraba alguna clave de lo que podría haber sucedido. Miró en el baño y dentro de la bañadera, buscaba sangre; miró en el tacho de basura y en las paredes. A simple vista, nada. Uno de los amigos de Gail fue hasta los enormes tachos de basura del edificio. Nada.
Pero la cartera de Gail estaba colgada ahí, en el perchero de la entrada, con sus documentos, sus llaves y sus cigarrillos. Alayne pensó que era rarísimo que su hermana saliera sin todo eso a la calle. Además, ninguno de los porteros del edificio la había visto salir aquella mañana. La vecina del 11B dijo a los investigadores que los había escuchado discutir como siempre y que había oído portazos. Algo que Robert ya había admitido.
Con el paso de los días la familia insistía en decirle a la policía que para ellos su hija estaba muerta, de ninguna manera desaparecida. Y señalaban al marido. Pero no tenían nada que lo incriminara. Por su lado, a los investigadores, les parecía extraño que insistieran con que estaba muerta, porque por lo general los padres quieren conservar la esperanza como sea. La familia Bierenbaum empezó a mostrarse ofendida por las sospechas que emergían entre los Katz.
Robert por su lado decía distintas cosas: que Gail tenía problemas mentales (algo que podía probarse con las fichas médicas y que era cierto); que abusaba de sustancias y que podría haber caído en manos de dealers que la hubieran asesinado. O, quizá, se había escapado con alguno de sus amantes. Todo tenía algo de verdad. Alayne sabía que Gail había tenido un par de romances durante su casamiento con Robert.
Sin embargo, todos sabían que Gail estaba planeando un cumpleaños sorpresa para Robert que cumpliría 30 años el próximo 22 de julio. Y, además, ella jamás hubiera dejado de atender a sus pacientes porque estaba por recibir su título en psicología.
Las familias quedaron enfrentadas: mientras los Katz pegaban más carteles, los Bierenbaum los quitaban.
Pero Alayne sabía muy bien de la violencia de Robert y de los dos romances que había tenido su hermana en unos intervalos durante su turbulento y breve matrimonio. No se tragaba los cuentos de su cuñado. Robert trabajaba como residente 130 horas a la semana en el Centro Médico Maimónides de Brooklyn. Cuando estaba libre volaba aviones o se hundía alienado en su computadora. Gail quería más atención y discutían. En esas peleas ella había decidido salir con otros. Robert se quejaba de que no habían tenido sexo en todo un año. Gail le reconoció a su hermana que ya no tenía ganas. Explosiones de violencia y más peleas estaban destruyendo lo escaso que quedaba de la relación.
Gail le contaba todo a Alayne y la llamaba cuando tenía problemas. Era rarísimo que no lo hubiera hecho en esta oportunidad. Comenzó a investigar por su cuenta. Llamó al psicólogo Ken Feiner, con el que Gail había tenido un romance. Feiner le dijo que no sabía nada de Gail pero que “si se hubiera ido con alguien habría venido conmigo. Algo terrible pasó”. Le contó, además, que Gail le había dicho que pensaba dejar a Robert para casarse con él. Por otro lado, Alayne sabía que Gail había estado buscando un departamento para mudarse sola. Había motivos para un crimen. Alayne decidió revelar a su familia el lado oscuro sobre la vida de Gail y Robert. Los puso al tanto. Necesitaban pruebas.
Un día de octubre de ese año, Alayne le pidió a Robert ir a buscar cosas de su hermana al departamento. Cuando entró quedó sorprendida: él tenía todo dispuesto en bolsas de basura. Robert solamente quiso quedarse con sus esquíes, su bicicleta, y un plato de cristal. “Nada personal, nada que oliera a ella”, se alarmó Alayne. Claramente no la extrañaba en absoluto ni esperaba que volviera.
La evaporación de Gail no afectó para nada las ganas de diversión de Robert. Mientras los Katz se mostraban desesperados, él se fue a vivir a los Hamptons. De fiesta en fiesta, de cita en cita siguió transcurriendo el tiempo.
El detective Andy Rosenzweig siguió investigando. Sabiendo que el sospechoso al que apuntaban los Katz podía pilotar aviones, chequeó todos los aeropuertos cercanos. Encontró algo: el cirujano había rentado un Cessna 172 en el aeropuerto de Essex, en Nueva Jersey, y había sobrevolado el Océano Atlántico desde la altura de Montauk hasta a Cay May, entre las entre las 16:30 y las 18:25. La ficha decía que esto había ocurrido el lunes 8 de julio de 1985. Lo tenía bien callado. Sería tiempo después que el detective probaría que esa ficha había sido alterada y que, en realidad, el vuelo había sido la tarde del domingo 7 de julio de 1985.
La teoría de Rosenzweig empezó a ser que había sido durante ese vuelo que él se había deshecho del cadáver de su esposa. La había tirado al mar.
En 1987 ese avión fue peritado al igual que el Cadillac de su padre. Usaron Luminol, pero el químico no detectó la presencia de sangre en ninguno de los dos sitios. El detective estaba seguro de que Robert había embalado muy bien el cuerpo. Pero sin cadáver a la vista ni sangre ni nada, acusar a Robert “Bob” Bierenbaum parecía algo imposible.
Cuatro años después, en 1989, en la bahía de Staten Island apareció un torso humano. Mediantes rayos X lo compararon con unas placas de Gail. Terminaron por adjudicar esos restos a la víctima. Su familia estuvo dispuesta a creer que era así y cerraron el capítulo funesto. Enterraron los restos en una emotiva ceremonia.
Dos meses después Sylvia Katz, su madre, fue enterrada a su lado. Nunca pudo perdonarse por no haber dado a su hija dinero para que se mudara sola y lejos del monstruoso Robert.
Por increíble que parezca hasta ese momento el departamento de la pareja no había sido peritado, porque el abogado de Robert no lo permitía. Recién el análisis se llevó a cabo en 1990. Por supuesto, no encontraron nada.
La investigación por la desaparición de Gail fue cerrada.
Robert aliviado se mudó ese mismo año a Las Vegas para empezar de nuevo. Puso una clínica de cirugía plástica y continuó con su vida. Conoció a la doctora Stephanie Youngblood con quien comenzó a salir. Stephanie sentía que no podía ser más feliz. Los invitaban a fiestas de la más alta sociedad. era el compañero perfecto: viajaban e, incluso, fueron a esquiar a la Argentina. Robert, además, era un médico comprometido con los humildes: se había unido a una organización que nucleaba enfermeras y doctores que volaban con regularidad a México para hacer gratis cirugías complejas por defectos congénitos a mujeres sin recursos.
Esa felicidad duró exactamente un año. En 1991 empezaron las primeras rajaduras del mundo feliz de Stephanie. Un día Robert le admitió que había estado casado antes y que su esposa había desaparecido. Pero no quiso hablar del asunto y le pidió discreción con el tema. Era demasiado doloroso para él. Ella entendió.
Pero al tiempo él experimentó, en dos ocasiones, explosiones de rabia desproporcionada frente a otros. Una vez fue durante un paseo en barco cuando Stephanie le pidió una copa de vino tinto y cuando él abrió la botella el vino estalló y manchó todo. La mirada de él la perforó de tal manera como si ella hubiese sido la culpable que sintió que su vida estaba en peligro. Asustada le pidió que vieran juntos a un terapeuta. Otra vez ocurrió lo mismo: el especialista en la única sesión que tuvieron le recomendó, en privado, a Stephanie que rompiera con Robert, ese hombre era un sujeto muy volátil y peligroso. Ella sí le hizo caso, pensó estrategias para salir de la relación y salvó su vida.
En 1995 murió el padre de Gail. Alayne, quien no se había resignado a que su ex cuñado saliera impune, sabía que sus padres jamás habían podido recuperarse del horror por la ausencia de Gail.
En 1996 Robert volvió a casarse en Las Vegas con una ginecóloga llamada Janet Challot. Se mudaron juntos a Dakota del Norte para empezar una nueva vida donde tuvieron una hija en noviembre de 1998. No era casual la elección del lugar. Nadie conocía en Dakota a Robert Bierenbaum. Enseguida se hizo notar porque se convirtió en un héroe local cuando salvó la vida de un chico que había sido mordido por un tigre. Un hombre honorable y magnífico, decían. Incluso la niñera de su hija lo recuerda como un jefe impecable, que usaba traje, adoraba a su hija y a los perros.
Al mismo tiempo que Robert rehacía por tercera vez su vida, en 1997 el detective Rosenzweig, quien estaba cerca de su retiro, decidió reabrir el caso por la desaparición de Gail Katz. Se puso en contacto con Alayne Katz y sus familiares. Les contó que la ciencia había avanzado mucho y sugirió hacer un ADN a los restos enterrados. En 1999, el torso fue exhumado y reexaminado a la luz de las nuevas técnicas de ADN. Sorpresa total: los restos no pertenecían a Gail. Ahora querían ir por más. Los nuevos fiscales abocados al caso, Dan Bibb y Steve Saracco, se movieron con rapidez. Entrevistaron nuevamente a todos los involucrados. Una de las ex novias del sospechoso médico contó que estaba con él la noche en que el torso había sido hallado y que él le había dicho que no era Gail. ¿Por qué lo sabía?
Había muchos testimonios de su violencia y de sus mentiras. Decidieron acusarlo. Lograron imputarlo por haber asesinado a su mujer en su departamento de Manhattan aquel 7 de julio de 1985.
El 8 de diciembre de 1999 Robert Bierenbaum se declaró no culpable y pagó una fianza de medio millón de dólares de ese entonces (hoy serían más de novecientos mil dólares). El dinero lo puso su propio padre Marvin, el cardiólogo de renombre.
El caso empezó a resonar en los medios. Tenía todos los condimentos que hacen jugoso a un policial. Y Alayne Katz quería prensa, no iba a permitir que el tema fuera olvidado.
Por fin, el caso fue a juicio el 2 de octubre del año 2000. Habían pasado quince años. Robert Bierenbaum estaba casado otra vez, tenía 45 años y una hija de 22 meses. Pero la acusación no tenía cadáver, ni testigos, ni evidencia forense que ligara al acusado con el supuesto crimen. Tenían que convencer al jurado de que el acusado había asesinado a Gail en el departamento, había limpiado todo, había empaquetado el cuerpo sin dejar rastros, lo había llevado hasta el garaje en un día soleado, había alquilado un avión, había subido el cuerpo, había abierto la puerta en pleno vuelo mientras conducía y lo había descartado sobre el océano.
Todo sin que nadie viera absolutamente nada. Hoy por la cantidad de cámaras sería algo impensable, pero entonces era posible.
Tuvieron que reconstruir el cuerpo del delito con hechos creíbles y convincentes. Lo primero era que Gail no había dado señales de vida desde aquel 7 de julio de 1985. Lo segundo es que estaba probada la relación explosiva entre ambos y la ira que acometía periódicamente a Robert. También estaban los romances de Gail, los celos de Robert, los intentos de ella por dejarlo y los profesionales que los atendieron. Pero estaba el escollo de la confidencialidad.
El fiscal Bibb expuso la hipótesis de la acusación: ese día Robert la estranguló cuando ella le anunció el fin del matrimonio; utilizó sus conocimientos de medicina para desmembrar el cuerpo, embalarlo muy bien e introducirlo en una maleta de lona para trasladarlo hasta el baúl del Cadillac de su padre; manejó hasta el pequeño aeropuerto de Essex, en Nueva Jersey, donde alquiló el avión con el que sobrevoló el agua para arrojar el cuerpo desde las alturas. Armaron una presentación impactante simulando los hechos.
Los fiscales demostraron las veces que Robert Bierenbaum había mentido. Una vez había dicho que había visto a Gail trabajando de moza en California. Otra, que la psicoterapeuta de Gail, Sybil Baran, le había dicho que su mujer era una suicida. Baran fue llamada a testificar y aseguró que jamás había dicho eso a Robert y que la última vez que la había visto Gail le había admitido que estaba buscando departamento para mudarse y que había comprado anticonceptivos. Eso, aseguró, no es algo que hace una suicida. Pero la peor mentira de Robert había sido la omisión al comienzo de la investigación de que él había alquilado un avión y que había alterado la fecha del alquiler.
Por otro lado, habían sido tres los psiquiatras que le habían advertido a Gail que su marido podía ser un homicida. El juez tuvo que excluir esos testimonios debido a la confidencialidad médica del paciente. La fiscalía apuntó a que Robert Bierenbaum había liberado a su propio psiquiatra de esa responsabilidad para que hablara. Las asociaciones de psiquiatría discutieron duro sobre el tema de hasta cuándo es lícito revelar algo para proteger a alguien y dejaron claro que no querían que se usaran los dichos de sus pacientes para enjuiciar a la gente, porque eso impediría que ellos pacientes hablen libremente en las sesiones.
La defensa del acusado, por su parte, apuntó a que no había evidencia, ni testigos y que todo estaba basado en meras suposiciones y que Gail era una mujer inestable con inclinaciones suicidas y con problemas de abusos de sustancias y que mantenía romances.
Alayne Katz subió al estrado y fue convincente con todo lo que contó. Pidió para su ex cuñado el máximo: 25 años de cárcel. Dijo: “Él le dirá a la corte que es un ciudadano productivo, un doctor. Pero él usó su riqueza, su inteligencia y su educación para descartar el cuerpo de mi hermana”.
El 24 de octubre, luego de dos días de deliberaciones, el jurado lo encontró culpable de asesinato en segundo grado, homicidio sin premeditación.
El 30 de noviembre el juez Crocker Snyder sentenció a Robert Bierenbaum a 20 años de cárcel.
Con evidencia circunstancial, quince años después del crimen, lo habían conseguido. Ese mismo año le fue revocada a Robert su licencia para ejercer la medicina. Apeló en varias ocasiones, pero todas sus apelaciones le fueron denegadas. Robert siguió manteniendo que era inocente durante 35 años.
Lo más interesante del caso fue lo que se supo por el propio psiquiatra, Michael Stone, quien había atendido a Gail y a Robert por separado, en noviembre de 1983. Reveló que en la primera sesión Robert abandonó intempestivamente la consulta como un lunático. Para Stone, Robert Bierenbaum era un psicópata, un ser totalmente “enajenado y frío, un tipo de temer”, celoso, inseguro, violento e “intensamente narcisista”. Tuvo una sesión más con él y, luego, mantuvo tres con su esposa, Gail Katz. A solas. El profesional quedó convencido de que Gail estaba en peligro. Y para evitar problemas redactó una carta que lo liberaba de culpas por si ocurría algo grave. Decía así: “Fui alertada por el doctor Stone que para mi propia seguridad debería en este momento irme a vivir lejos de mi marido… Si no sigo su consejo, tengo que aceptar las consecuencias, incluso la posibilidad de heridas personales o de muerte en manos de mi marido y absuelvo por esto al doctor Stone de toda responsabilidad al respecto”.
Gail se llevó una copia, pero no quiso firmar la del psiquiatra. Alayne Katz relevó a Stoner del secreto confidencial y le pidió que hablara del caso con la prensa.
Stone concertó una sexta sesión con los padres de Robert, Marvin y Nettie, para ponerlos al tanto de la riesgosa situación. Eso se supo pero el psiquiatra no pudo hablar de lo conversado allí por el tema de la confidencialidad, pero admitió que les reveló que su hijo podría asesinar a Gail.
Gail no solo no firmó la carta sino que tampoco volvió a la consulta. Pero se cree que con ese papel habría amenazado a Robert con destruir su carrera.
Trascendió, además, que los padres de Robert ya conocían el carácter violento de su hijo porque a la edad de 13 ó 14 años había empezado a incursionar en drogas como LSD, cocaína y marihuana y una vez le había pegado una patada a su padre en la ingle.
Lo increíble es que el doctor Stone reveló que le despertó tanto temor este paciente que luego de la primera sesión -que fue grabada y Stone le envió una copia a su abogado- sacó dos seguros millonarios en el Lloyd para cada uno de sus hijos. Fue para el supuesto caso de que Robert Bierenbaum lo asesinara en la siguiente visita. Nada menos.
Los padres de Robert no volvieron a la consulta tampoco, pero le dejaron 1100 dólares para cubrir las que ya habían tenido. Marvin y Nettie Bierenbaum sostuvieron que nunca vieron al doctor Stone. Quizá lo hicieron por conveniencias judiciales o monetarias. Stone enojadísimo sostuvo que eran unos padres mentirosos, tal como su hijo.
Gail al momento de su muerte, era asistente de Leigh McCullough, una psicóloga del Centro Médico Beth Israel que ahora trabaja en la Escuela Médica de Harvard. Esta profesional dijo conocer y respetar a Stone. También declaró que, en las semanas previas a la desaparición de Gail, estaba muy preocupada porque temía que ella estuviera siendo abusada emocional y físicamente. Tanto que hasta le había prestado 500 dólares para que alquilara algo para irse a vivir sola. Además, aseguró haber visto moretones en el cuello de Gail.
El caso despertó interés en todos los ámbitos. Llegó a ser un bestseller del New York Times, en 2001, titulado La esposa del cirujano y, también, inspiración de un episodio en la primera temporada de Law and Order.
En noviembre de 2021, en una de las audiencias para obtener su libertad bajo palabra. Robert Bierenbaum comenzó a hablar y dejó a los fiscales estupefactos.
“Quería que parara de gritarme y la ataqué”, confesó. Cuando le preguntaron cómo, respondió “la estrangulé” y siguió contando: “Salí a volar, abrí la puerta y tiré el cuerpo sobre el océano”. La explicación para su conducta fue: “Era inmaduro. No entendía cómo podía manejar mi furia”.
Dann Bibb, uno de los fiscales, sintió que le estaba haciendo un chiste: Robert Bierenbaum estaba contando lo mismo que ellos habían reconstruido con imaginación y escasas pruebas. Bibb dijo: “Pensé que jamás lo diría, que nunca iba a hacerse responsable por la muerte de su esposa”. Nunca es tarde para la verdad, pero como diría Serrat, “lo que no tiene es remedio”.
Por supuesto, luego de semejante confesión, la libertad bajo palabra le fue denegada con un dictamen que se emitió el 18 de julio de 2022. Desde la presentación del pedido tendría 24 meses hasta poder pedirla nuevamente. El tiempo se cumplió hace seis meses, pero nada más se supo del caso. Se cree que, por ahora, seguiría preso en el correccional Otisville de Nueva York con la leyenda 00A7114 sobre su pecho esperando su nueva oportunidad frente el equipo de libertad condicional.
Esta historia deja un sabor amargo. Gail, que era psicóloga y había estudiado los laberintos y peligros de la mente, no pudo salir a tiempo de su propia trampa mortal. Robert, médico e hijo de médico, que se suponía formateado para hacer el bien, desoyó su juramento hipocrático y mintió y mató y hundió a su mujer en lo más profundo del mar. Tan hondo que hasta hoy sus restos no han podido ser hallados.
Escrito por hiperactivafm
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