Por Marcelino Rodríguez

Desde hace algunos años, cada vez que se aproximan las fiestas navideñas y de año nuevo, en el sentimiento real y responsable de comenzar a asumir la conciencia social en pos de corregir, reconvertir o abolir prácticas que no son producto de la maldad de los “Hombres”, sino formas de manifestación, cultura construida desde que habitamos el planeta, se pone en el tapete los fuegos artificiales.

Evidentemente sin caer en fundamentalismo pero afianzados en argumentos de carácter humanos en primer lugar, técnicos y científicos a continuación, es necesario modificar actitudes que no son ejemplo y motivo de orgullo para nadie, las cuales se ejecutan en comunidad, tanto individual como colectivamente. El tirar el envoltorio de una golosina al transitar por la vereda, una bolsa de residuos desde la ventana del apartamento de un edificio a la vía pública a título de ejemplo, ya no se considera una gracia, “viveza criolla”, sino que atentan contra una infinidad de parámetros sociales, entre los que se encuentra la higiene, salubridad del entorno, por consiguientes de los habitantes.

Conductas que deben ser desterradas producto de la costumbre o miseria que guardamos en nuestro interior; ningún despecho contra el prójimo, las instituciones o el sistema justifica tal papel nefasto.

En tal dirección se ha pretendido implementar campañas contra el empleo de fuegos artificiales – incluso al grado de prohibirse su venta en algunos departamentos -, en pos de la salud de las personas autistas, en particular los niños con esa condición.

Muy de a poco, gracias a las redes sociales, la infinidad de información a disposición, la difusión por la prensa con el asesoramiento de especialistas, entrevistas a familiares de niños con autismo se tuerce la costumbre y euforia que, lleva como parte de los festejos a encender, lanzar y explotar fuegos de artificios con sus respectivos estruendos. Actos que olvidan la realidad de muchísimas personas y animales que sufren en esas fechas.

Esta iniciativa válida y loable debe extenderse a todas aquellas conductas que no solo atentan contra la salud, sino al descanso de los seres humanos y generan molestias profundas del más amplio espectro.

Entre tantos ruidos molestos existen también los que generan los birodados a motor, convertidos en característicos, masivos en el paisaje popular y van en progresivo aumento. Forman parte de este universo y contribuyen a tal estado de situación los motoqueros de ley, los trabajadores en general, la gurisada que emplea los mismos como “hobby” por la razón más variada, desde gustarle los fierros y modificar sus elementos hasta hacer piruetas – “willy” – e intervenir en las famosas picadas. Escenarios estas últimas de dramáticos siniestros fatales.

No puede dejarse de lado también, aquellas personas que utilizan este vehículo para realizar actividades delictivas y que conjugan las características denunciadas.

A ello se le agrega la forma irregular en que circulan y cometen infracciones, carecen de libreta de conducir, la documentación del vehículo, no poseen matrícula o directamente no llevarla a la vista y seguiríamos con un sin número de faltas a detallar a la Ordenanza General de Tránsito.

Frente a lo desconcertante de este problema y el riesgo inminente, latente que ello produce en la seguridad vial, con las consecuencias en la integridad humana de terceros inocentes – inclúyase peatones, conductores y acompañantes, pasajeros de otros vehículos y los propios autores de esta realidad -, encontramos las molestias que originan los aludidos motociclos a raíz de las alteraciones a la mecánica que viene de fábrica. La modificación del caño de escape – entre otros aspectos – es un clásico.

Esto nos lleva a preguntarnos, a sabiendas que el tuneo a nivel de motor y demás genera mayor combustión, por ende incrementa la  velocidad; donde a su vez prima muchachada que no trabaja y vive arriba de la moto, o en buen romance “pedazos de moto” como se aprecia en cualquier barrio de la capital o interior:

¿De dónde sacan el dinero para alimentar con combustible esas maquinitas que, por dichas modificaciones dejan de ser económicas? ¿Son producto directa o indirectamente del delito, sea de la variable que sea o es suministrado por sus responsables, cuando se tratan de menores?

No hay zona del Uruguay, urbana, rural, ciudad, pueblo, balnearios que no experimente esta realidad y pese a ello, no sucede nada o muy poco.

Si bien los cuerpos inspectivo municipales de los respectivos departamentos, la policía de tránsito en específico y la policía en general retienen dichos vehículos en infracción, la documentación correspondiente, se llegan a incautar y aplicar las respectivas multas a sus conductores, al tiempo se vuelven a hacer de ellas o consiguen otras y aparecen como almácigos nuevamente a distorsionar el entorno de convivencia y paz donde el ciudadano cree estar protegido de ello. Muy similar al combate contra las “bocas” de venta de drogas, pues luego de cerrarse unas por la acción de la Fuerza Pública y la justicia, al tiempo aparecen otras.

No es la primera vez que son origen de conflictos en relación con la convivencia ciudadana, protagonizados con quienes utilizan las vías de circulación o vecinos cansados de bancar las pasadas a alta velocidad de estos “loquitos” o cuando realizan las mentadas picadas. Pero a esto hay que agregarle el incesante ruido estremecedor que provocan, sumado a las explosiones que generan la combustión de los gases debido a las citadas modificaciones; transforman el ambiente comunitario, de convivencia en infernal, irascible y violento.

Al mínimo cruce de palabras con la pretensión de inhibir tales conductas de estos descarriados, surge la actitud desafiante, muy similar a la del “reo”, delincuente que cree contar con cierta impunidad – por distintas causas – de hacer lo que les plazca, incluso imponerse en el terreno y usar la violencia como herramienta, modus operandi para repeler lo que se le incrimina. No se aprecian demasiadas diferencias con los que suelen estar en conflicto con la ley y recluidos.

Progresivamente vamos adoptando la anomia que caracteriza y viven algunos pueblos de Latinoamérica. Somos un país ejemplo para muchas latitudes, incluso se hace alarde de nuestra Democracia y en ella, la calidad de la Justicia; pero nobleza obliga reconocer que ello prima a determinado nivel de las conductas humanas y cuando la falta o delito afecta seriamente la vida, los derechos y el patrimonio de los uruguayos.

Pero lo que subsiste como un “iceberg” debajo de la supervisión de las autoridades y la propia Justicia es muy amplio, no llega a fiscalizarse, detenerse y castigarse penal o administrativamente.

Es más, a raíz de ello se naturalizan y por tanto se instalan de una manera que, cuando a la autoridad en ese olvido, indiferencia, omisión, el no dar a vasto o no poder contra dicho fenómeno se le da por fiscalizar, al instante, aparece la reacción, el desacato por algo que muchos de estos ciudadanos lo consideran de hecho una costumbre habilitada, consentida.

Esta bueno entonces conectar esta euforia por desterrar los fuegos artificiales con los ruidos aludidos y otros que se manifiestan todo el año, se toman como normal y que hasta el momento parece que nada se puede hacer al respecto.

Durante el gobierno del Frente Amplio una autoridad municipal – de la misma colectividad – llegó a afirmar que se iba a perseguir todos aquellos vehículos con escape libre, cualquiera sea su porte; acusaba entre tantas otras contaminaciones la sonora. Razón posee, posibilidad de ejecución permanece en él debe por lo burocrático de los anuncios e inoperancia a la vista demostrada por la administración que hace más de 25 años gobierna la Intendencia.

Similar a la pose estéril asumida por otro actor de dicha fuerza política que formaba parte de la comisión contra la erradicación de la violencia en el deporte, el cual con gran euforia refundacional expresaba alcanzar el propósito de que en él fútbol, los espectadores observaran el encuentro “sentaditos” y evitar las  manifestaciones clásicas del conglomerado de hinchas y barras.

Vale la pena citar una anécdota que se ajusta como anillo al dedo de lo que se analiza: hace un par de años un periodista deportivo reconocido – Gorzy – que cubría una vuelta ciclista, se dispuso como lo hacía todas las noches a conducir el programa que daba cuenta de la etapa de la jornada; junto a otro compañero se instalaron en la plaza de la ciudad para hacer el vivo, era tanto el ruido que ocasionaban alrededor estos motociclistas que resultaba imposible trasmitir y no le quedó otra opción que expresar al aire su incomodidad y reconocer de alguna forma las molestias que generaban.

Esta realidad esto se ha transformado en cotidiano junto a los entornos contiguos que ofician de caja de resonancia; ya sin respetar horarios, no tener presente que no solo existen personas con autismo sino enfermas que padecen situaciones graves, dolencias terminales; ni hablar los bebes, niños, personas mayores que necesitan descansar y no puede ser que se altere la convivencia en este y otros ordenes, por uruguayos que deciden ir contra todo y son conscientes que a las autoridades se les hará dificultoso combatir.

Sin olvidar el reclamo incesante de los respectivos directores de los centros educativos, además de notar que es estéril esperar alguna solución o acción proactiva de las autoridades correspondientes para erradicar de estos entornos a los aludidos.

El día que se dignen a enfrentar este flagelo, va a dar – no tengo dudas – más trabajo que la delincuencia. Se debe poner el ojo, de una vez, en estas conductas que se han naturalizado con total impunidad y los propios protagonistas saben que, atenta contra la convivencia, seguridad y salud pública, además de violar en forma contumaz la normativa vigente al respecto.



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