Hace unos días, a esa hora algo tristona que precede al
ocaso, estaba parado en la puerta del INJU en compañía de una mujer, cuando vi
llegar a un hombre joven, elegante, de camisa estampada, con dos niñas de unos
siete u ocho años. Las traía en volandas. Al parecer las pequeñas llegaban
tarde a cierta actividad cultural. Unos minutos después el hombre salió del
INJU sin las niñas, pero con su iPhone en la mano, hablando unas octavas más
arriba de lo normal, con prisa y angustia. Enfiló hacia la esquina de Eduardo Acevedo
a toda velocidad. Alcancé a escuchar: “dejé el auto mal estacionado”.
Pasaron unos minutos en los que el ajetreo humano en esa
parte de la ciudad mostraba el mismo frenético ritmo de cada día hábil a esa
hora. Peatones apurados, ómnibus, camiones rugientes, motitos, bicis por la
senda central, bocinazos. Para mí no era un problema porque estoy curtido en
esos alborotos y los aguanto a pie firme, pero debo reconocer que tal fárrago puede
resultar abrumador.
Entonces, como a los diez minutos, volvió a aparecer el
hombre de la camisa estampada. Venía del otro lado, desde Rivera y Brandsen. Lo
divisé mientras él intentaba cruzar 18 de Julio por mitad de cuadra, a la
altura del Ministerio de Salud Pública. Iba a cometer una imprudencia
mayúscula. Sin embargo, corrió y lo logró. Con algún sobresalto y bastante
peligro, pero lo logró, aunque sospecho que ni siquiera se dio cuenta del
riesgo. Se metió rápido en el caserón del INJU, siempre con el iPhone en la
mano.
Comenté el episodio con la mujer que me acompañaba, y la
palabra que apareció de inmediato en nuestro diálogo fue “ansiedad”. Esa
palabra brilló de pronto como una luz en la oscuridad: ansiedad. La vida pasa
rápido, y está llena de urgencias, de apuros, de momentos ansiosos. Y la
ansiedad es una angustia electrificada con la espera y el desespero.
Vivimos en un mundo de creciente ansiedad. La velocidad con
la que actuamos los humanos no se compadece con nuestros atributos físicos y cognitivos,
y mucho menos con nuestras capacidades emocionales. Es muy probable que el
hombre de la camisa estampada sea uno más entre las miles y miles de personas
que se levantan todos los días a las seis de la mañana, despiertan a sus hijos
mientras les preparan el desayuno, los alistan para ir a la escuela, los ayudan
con las mochilas, los suben al auto, les abrochan los cinturones de seguridad,
se instalan en el asiento del conductor, arrancan entre bostezos, estacionan en
doble fila por alguna calle del centro o de Pocitos o de La Teja, lo mismo da,
los depositan en la entrada del colegio, vuelven al auto mal estacionado, le
piden disculpas al que le reclama la infracción, arrancan de nuevo, dan unas
vueltas, enfilan por la avenida, llegan al trabajo justo a tiempo y se acomodan
para pasar allí ocho, nueve, hasta diez horas.
Después viene el segundo turno, que consiste en desandar el
camino, recoger a tiempo a los niños de la escuela, llevarlos al club, a la
academia, al taller de arte, a un cumple, y luego ir a buscarlos y regresar por
fin al hogar para preparar la cena, ayudar con los deberes, luchar contra el
vicio de los celulares, pugnar para que se bañen, evitar las peleas, decir
alguna frase cariñosa, buenas noches mi amor, que descanses.
Hay muchos y muchas que hacen ese periplo solos, y hay quienes
logran compartirlo con sus parejas, o con los abuelos o tíos de los niños. Hay
quienes lo realizan en moto o en ómnibus, en algunos casos a pie, bajo soles
extremos o lluvias heladas, desde los últimos días del verano hasta los comienzos
del verano siguiente. Diez meses. Una vida. Aunque el esfuerzo es mayor, la
ansiedad y la angustia suelen ser las mismas.
Muchas veces he pensado con culpa en esas urgencias de las
cuales somos responsables: auto, moto, boletera, idiomas, celular, redes, ruido,
TikTok. Y me pregunto si sirven para algo, si son necesarias, si nos mejoran o
nos deterioran, si nuestros hijos y nietos son más felices o más desgraciados
con esas rutinas repletas de clases, talleres, cursos, cursillos, clubes,
cumpleaños, fiestas, pijamadas, chats, competencias, paseos, rifas, reuniones,
viajes y otras actividades que me ahorro de enumerar para no aburrir.
Sin embargo, mantengo algo de esperanza. Ellos, nuestros
niños, son las verdaderas víctimas de esta civilización que nosotros hemos construido,
desquiciada a golpes de fibra óptica e incomunicación, tan hablada y silenciosa
y violenta, tan llena de agujeros rellenados con emojis absurdos. Y quizá en un
futuro esos niños sean la otra adolescencia, la que no supimos darles, la
verdadera. Así se salvarán los unos a los otros para, de paso, salvar nuestra
memoria cuando ya no estemos, o por lo menos para pasarle un trapito y limpiarla
un poco, aunque creo que ni siquiera eso nos merecemos.