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Es de público conocimiento que quien escribe este editorial no es imparcial. Pero la verdad es que quien se dice imparcial —sobre todo desde algún medio de comunicación— miente. En el fondo —bien en el fondo o no tan en el fondo— todo lo que decimos está atravesado por nuestras emociones, experiencias, ideas, visiones de mundo. Presentarse como imparcial es de ingenuo o deshonesto. Por lo tanto, es desde mi inevitable parcialidad que escribo. Ya Dante reservaba un lugar bastante feo en su Divina Comedia a los neutrales, quienes no eran aceptados ni por el cielo ni por el infierno, y a quienes yo no pretendo acompañar. Como decía Benedetti, «soy parcial, incurablemente parcial». Hecha esta advertencia, entenderá el lector por qué me parece una hazaña histórica la adhesión de casi 800.000 voluntades al referéndum sobre 135 artículos de la LUC, que sobrepasa por 150.000 la cifra necesaria. Aún falta la validación de la Corte Electoral, pero el “colchón” (casi un somier) no deja margen para incertidumbres. Habrá referéndum.
Pero a pesar de mi imparcialidad, tengo por lo menos que intentar dar explicaciones de por qué me parece una hazaña histórica: la recolección de tan abultado número de firmas se dio en medio de un escenario de pandemia mundial, con restricciones de movilidad y de aglomeraciones, con el temor de contagiarse y contagiar, sin la concesión de prórroga, con un blindaje mediático feroz, con el gobierno en contra y los pronósticos adversos. Lo del blindaje mediático como ejemplo de la tácita parcialidad de ciertos medios, y de la cadena nacional no concedida, no es menor: explicar por qué se quieren derogar 135 artículos (no uno ni dos: ciento treinta y cinco) de materias muy diversas, tuvo que hacerse en parte a través de las redes, pero, sobre todo, boca a boca. Aún así, no fue fácil poner en debate público un contenido tan complejo y variado, sin contar con espacios de comunicación masiva. La persuasión, para mí, se simplificó en estas fórmulas: ¿Para qué firmar? Para que haya referéndum, y por lo tanto, un debate público más amplio y profundo sobre las implicaciones de la LUC.[1] ¿Por qué debatir? Porque muchos de los que se inclinan a derogarla y muchos de los que se inclinan a defenderla, y muchos de los que ni una ni otra, no tienen un conocimiento profundo acerca de sus efectos, que son muchos y diversos. ¿Por qué someter a votación la herramienta fundamental de un gobierno electo democráticamente? Porque el contenido de la LUC, en varios de sus aspectos específicos, no fue divulgado en la campaña electoral, y aún es desconocido por muchos. Para los que querían asustar con que esta era una iniciativa antidemocrática (incluso figuras tan influyentes como algún expresidente), cabe recordar que el referéndum también es una herramienta democrática, que permitirá a la gente informarse más, discutir, reafirmar o modificar su posición, para después derogar o ratificar la ley en un ejercicio de democracia directa.
El número de firmas alcanzado dice muchas cosas. Dice que la capacidad de movilización de la oposición y de las organizaciones sociales (con énfasis en estas últimas) no está tan aletargada como se creía. Dice también que el relato de aprobación generalizada de la gestión del gobierno se enfrenta a un ruido considerable: 800 mil personas (más que los votos al presidente en primera vuelta) quieren someter a votación —con toda la campaña que eso implica— el “caballo de batalla” del gobierno.
Que en Minas de Corrales, un municipio pequeño del interior de Rivera, se hayan juntado alrededor de 400 firmas, no es un dato menor. Silenciosa, sobria, la disconformidad se hace sentir. Es un dato, independiente del resultado del futuro referéndum. Habrá ahora que hacer debate, serio, democrático, profundo. El lector sabe de qué lado del debate estaré, y yo también sé que el lector no es ingenuo, y que como canta Zitarrosa, al pueblo “no hay adivino ni rey que le pueda marcar el camino que va a recorrer”. Ya sea que nos encontremos en las mismas filas o enfrentados, todo está sustentado por la democracia, y con más legitimidad —pienso— tratándose de democracia directa.
[1] Que, a nuestro entender, es privatizadora, concentradora, represiva, y vulneradora de derechos de la clase trabajadora.
Escrito por David Benavídez
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