Hace una semana escribí una nota editorial sobre lo que está ocurriendo en Ucrania.
Lo hice aceptando que las cosas pueden verse desde ópticas diferentes, cargando cada uno con las subjetividades que lleve a sus espaldas.
Como es habitual, he recibido críticas diversas.
Por qué ocultarlo, quiero mucho a Rusia y a los rusos.
Desde que tengo recuerdos, amo a Rusia. Mi padre quería a Rusia y me hablaba de su resistencia a la invasión nazi y la solidaridad con la República Española, su enorme progreso social en la primera mitad del siglo XX y la epopeya de haber salido de la tiranía medieval del zarismo.
Ese cariño va más allá del intento de haber procurado, tal vez ingenuamente, crear un mundo nuevo y del inmenso sacrificio de haber dejado 20 millones de vida para salvar a la humanidad del nazismo.
Amo la tenacidad, la cultura, la abnegación, la inteligencia y la generosidad del pueblo ruso.
Para mí, más con el corazón que con la razón, Rusia es un sentimiento.
Como se imaginarán no amo esta guerra ni a Putin, ni a su Consejo de Estado, ni a la Duma ni a la llamada “mafia rusa” ni a los oligarcas rusos ni al suegro de Juan Sartori.
Con 13 o 14 años leí una bellísima novela que marcó mi adolescencia y tal vez la encuentren en alguna librería de usados.
Esta novela se llamaba Así se templó el acero y era casi una novela autobiográfica. Se trataba de un joven que debió trabajar desde muy niño en momentos en que en la frontera occidental de Ucrania -que para mí y para todos era Rusia- se desenvolvía una guerra civil contra el poder soviético.
Después de las matanzas que ejecutaron los nacionalistas polacos, y los llamados rusos blancos, llegaron a esa frontera los alemanes arrasando con mujeres, pueblos, chozas, animales y niños.
La novela cuenta las injusticias que sufrían los campesinos pobres en el antiguo régimen y las luchas de un grupo de jóvenes que van tomando conciencia al mismo tiempo que forjan una vida que enaltece la amistad, la lealtad, el amor y nos muestra cómo al final hay que optar entre servir a una clase social o a la otra sin reparar en sacrificios y la muerte.
En esos días la URSS lanzaba en un satélite a la perra Laika y poco después iniciaba la conquista del cosmos con el viaje del primer cosmonauta, Yuri Gagarin.
Recuerdo que tendría 10 años cuando ocurrió la epidemia de la poliomelitis. No íbamos a la playa, ni al parque ni a las piscinas para evitar el contacto con otros niños.
También recuerdo a mis padres asustados por la polio procurando que no fuéramos a jugar al fútbol a la placita que quedaba frente a mi casa.
Eso se terminó cuando pusimos en la boca los terroncitos de azúcar con que nos vacunamos contra la llamada parálisis infantil que en el siglo XX se había convertido en epidémica.
La vacuna a virus atenuado la habían desarrollado en la Unión Soviética el virólogo norteamericano de origen judío polaco Albert Sabin, con dos virólogos rusos, Marina Voroshilova y Mikhail Chumako.
La polio, una enfermedad incurable, era terrible en esa época. En mi escuela había compañeros que se enfermaban con ella y luego de pasada la etapa aguda volvían con muletas o bastones a la clase.
La vacuna terminó con la polio y la idea de suministrarla con una gotita en un terrón de azúcar permitió que se vacunara en poco tiempo a todos los niños del planeta
Cuando estaba en el liceo leí Crimen y castigo, me enamoré de Dostoiewsky, del realismo ruso, de La guerra y la paz y Ana Karenina, de Tólstoi y la poesía de Lérmontov y Evtushenko y escuché por primera vez en un tocadiscos Philips que había en casa la Quinta Sinfonía de Shostakovich.
No habíamos cumplido los 18 años y sabía mucho de Rusia, de su historia de sus héroes de sus hazañas, de su pintura y de su cine.
Después discutí sobre el arte, sobre el realismo socialista, sobre Stalin y sus barbaridades, sobre la invasión a Hungría y Checoslovaquia, sobre la gran guerra patria. Admiraba a los músicos y ajedrecistas rusos. Y a los pintores, incluso a los que habían decidido emigrar, como Kandinsky.
Leí a Lenin, a Plejanov, a Trotsky y hasta hace unos años estaba aún en mi biblioteca un libro de Stalin de tapas rojas que se llama Cuestiones del leninismo.
Había visto cien veces El acorazado Potemkin, admiraba el cine de Eisestein. Por esos años llegó mi admiración por Cuba y la Revolución cubana y percibí la solidaridad inmensa de los rusos con el pueblo de Fidel cuando fue invadido por mercenarios en Playa Girón y cuando se inició este inhumano y feroz bloqueo que ya dura más de 60 años.
Cuando visité Rusia por primera vez, me admiré de los miles de personas que se reunían los domingos de primavera en el parque Gorky, a orillas del río Moscova, a escuchar a poetas recitar sus poesías, me emocionó el público aplaudiendo el ballet de El Lago de los Cisnes, a los jóvenes disfrutando del rock and roll en grandes anfiteatros al aire libre, de sus librerías gigantescas o de los espectadores conmovidos tirando rosas a los artistas en la ópera, o los miles de niños que cada día disfrutaban en el Circo de Moscú o las colas de campesinos que viajaban a la Plaza Roja para visitar el mausoleo donde se exhibía el cadáver momificado de Lenin.
Hoy que ya no existe la Unión Soviética y que el comunismo constituye un riego solo algo mayor que el de una idea, sigo queriendo a los rusos.
Naturalmente he reflexionado mucho sobre las cosas en que creía hace 60 años y tal vez no tenga tiempo en lo que me queda de vida para revisar lo que pienso ahora, pero es obvio que esa epopeya que se inició en 1917 fracasó, por errores propios y por la acción de extraños, tal vez por haberse propuesto objetivos inalcanzables, por no haber sabido medir la fuerza del enemigo, y no haber previsto la infinita capacidad de equivocarse de uno mismo, por circunstancias propias y ajenas.
De pronto también hubo errores en la partida, errores estratégicos, ideológicos, de esos que no se pueden corregir porque de inicio se tornan inevitables, como lanzarse en un bólido sin frenos.
Pero aun cargando la mochila de errores y fracasos, de burocracias, crímenes y traiciones, quiero a los rusos y no me puedo sumar a la rusofobia, a la que por otra parte me he resistido por toda una vida.
Todos los errores no ensombrecen el propósito de cambiar de fase al mundo y hacerlo más libre, más justo, más pacífico y más próspero.
Yo comprendo que mi vida no es la de todos y ni siquiera sea parecida a la de la mayoría. Nunca amé a Estados Unidos y nunca odié a Rusia y a los rusos.
En mi casa Franco era una mala palabra y aún hoy me da bronca la foto de Lacalle Herrera saludando con la mano levantada al dictador criminal que gobernó España 40 años y asesinó a cientos de miles de españoles.
El padre del presidente, Luis Lacalle Herrera, según él mismo relató, nació en una casa en donde se admiraba a Francisco Franco, el Caudillo.
Los héroes de muchas generaciones no eran los niños combatientes contra los batallones nazis, sino los soldados norteamericanos que mataban vietnamitas en los pantanos de los alrededores de Saigón.
Víctimas del sentido común dominante aplaudían cuando los soldados llegaban tocando trompetas a matar a los indios o cuando los exploradores del África masacraban a los aborígenes.
A decir verdad, yo siempre sentí simpatía por los que en los medios y en la ideología dominante representaban a los malos.
Son dos maneras de ver el mundo y no puedo culpar a nadie de ello. Yo pienso que la mía es la mejor, pero no ignoro que hay otras opiniones. Por ahora, los que lo vemos como yo, vamos perdiendo. El mundo parece creer en el Oso Ruso, en la maldad de los rusos, en la voluntad imperialista de Putin y su aspiración de convertirse en un zar moderno. La mayoría parece creer en el espíritu imperial de Rusia, en el sueño de grandeza de sus líderes y en su aspiración incontenible de ser una gran potencia dominando un imperio. Hay quienes creen que el modelo de gobernante ruso es Iván el Terrible.
Yo creo, al contrario, en la inmensa voluntad de los rusos, en su deseo de vivir en paz, de no ser hostigados y amenazados, de ser parte de Europa y convivir con los europeos sin que las ojivas nucleares apunten contra ellos y sin revivir el recuerdo de cuando los nazis arrasaron sus campos y sus praderas hasta que Stalin les puso una “línea roja” en Moscú.
Naturalmente estoy en contra de la guerra porque la guerra es sufrimiento, dolor, hambre y particularmente lo es para los más débiles.
Estoy en contra de todas las guerras, la de Napoleón, la de los nazis, la que se disputa en Yemen con la intervención de Arabia Saudita, la que se pelea en los territorios ocupados del Golán, la que Estados Unidos llevó a Vietnam, a Irak, a Libia, la de los Balcanes, provocada con la manija de la OTAN y EEUU para desmembrar Yugoslavia.
También de la guerra que los rusos perdieron en Afganistán. Estoy contra la carrera armamentista y de la utilización de la amenaza y el soborno a los países pequeños y a sus oligarquías para que abandonen la neutralidad y pierdan independencia y también deploro esta guerra.
Pero no me engaño, siempre hubo guerras y son todas malas en el sentido de que hubiera sido mejor evitarlas. La paz es un deseo, una meta tan inalcanzable como la justicia en un mundo donde la producción de armamento y su comercio son el mejor negocio.
En esta, como en todas las guerras hay muchos protagonistas y algunos son más culpables que otros.
Yo pienso que, como en todos los crímenes, hay que mirar quién se beneficia, quién tiene un móvil y una oportunidad.
En este caso solo veo que se beneficia uno, Estados Unidos. Porque venden armas y piensan vender petróleo y gas, porque subordinan aún más a la Unión Europea, porque aíslan a Rusia y la desgastan, porque distraen al mejor aliado de China, porque no ponen tropas, sino venden armas y hacen negocios, porque ven la sangre de lejos, porque los muertos serán de otros y porque les ayuda a soldar sus grietas internas.
Los demás pierden, Europa pierde soberanía, gastará más dinero en seguridad y armamento, tendrá dificultades en el abastecimiento de gas, petróleo y cereales para su gente y tendrá la guerra en su corazón y la cabeza de los misiles rusos de corto alcance, amenazantes y a sus puertas.
Va a tener la guerra y sus consecuencias en la antesala y sufrirá las olas migratorias desde el centro de Europa que se sumarán a las decenas de miles que llegan en barcazas desde el norte de África.
Reflexionando, es difícil comprender a los países de Europa que han aceptado ser “ocupados” por una OTAN que conduce Estados Unidos, no logra aceptar e incorporar que Rusia es y quiere ser parte de Europa, occidental y cristiana.
Rusia también pierde, interrumpe su crecimiento económico, sus ingentes esfuerzos por acercarse a Europa, pierde hombres en la guerra, derrama sangre propia y ajena y sufre un creciente aislamiento internacional como consecuencia de que las grandes potencias occidentales controlan, las empresas internacionales que auspician la cultura y el deporte, y sobre todo los grandes medios de comunicación hegemónicos y las plataformas digitales que son lo que construye el sentido común en el mundo.
Los que más pierden son los ucranianos, que fueron utilizados como peones en esta conflagración y los dejaron solos.
Las guerras son efímeras aunque duren más de lo deseable. Fatalmente se va a negociar y la negociación debería ser a la mayor brevedad, para que no se prolongue el tiempo de los sufrimientos y no se incrementen las malas consecuencias.
Al final Crimea y las repúblicas del Donbás serán rusas porque siempre fueron rusas, Ucrania será independiente, pero con una neutralidad institucional.
Rusia no tendrá misiles de la OTAN ni armas nucleares en Ucrania, los soldados rusos y sus armas saldrán de suelo ucraniano porque nunca debieron haber entrado.
Todo esto podrá haberse aceptado sin afectar la seguridad europea ni la de Rusia.
Si el final fuera este, quedarían al descubierto los que dieron manija.
Hay temas que quedarán pendientes o no. La desnazificación de Ucrania, la disolución de sus batallones ultranacionalistas ucranianos, el desarme militar de Ucrania.
La mejor vía fue, es y será el diálogo sincero, y la mejor salida siempre será la pacífica.
No obstante, como la guerra es la continuación de la política por otros medios, hay que reconocer, si se es realista, que a veces los conflictos recorren caminos indeseables en los que el culpable no es fácil de identificar porque está escondido detrás de una cortina de mentiras. Este es el caso.
Comments