Hablar y que no te escuchen. Hacer una denuncia policial por violencia doméstica y que te atiendan con gesto de evidente molestia (antes te mandaban a tu casa y te recomendaban que lo trataras bien a tu hombre, que al fin de cuentas era un honesto y sufrido trabajador). Ir por la calle, las adolescentes y las jóvenes, y abrirse paso como entre las columnas de un ejército de acosadores.
Los ejemplos llenarían miles y miles de páginas, trazarían rutas estelares, llegarían a mundos que no conocemos, en donde tal vez las cosas no sean tan patéticas. Mi hija, una mujer pequeña y delicada, acudió en cierta ocasión al Sindicato del Taxi con un compañero de estudios. La última vez que fueron, a modo de despedida, uno de los dirigentes le regaló un libro. A él. No a ella. A mi hija ni siquiera la miraron. Mi hija formaba parte del universo de ese varón, representante omnímodo de la situación. Mi hija era una simple adherencia, una sombra, una prolongación. A mí, cuando voy con mi marido a un restaurante, una ferretería o una estación de servicio, tampoco me miran. No me ven. No existo. Si por casualidad llego a hablar, responden dirigiéndose a mi esposo, o con la vista hacia otro lugar. Se trata de sutilezas mínimas. Violencias diminutas. Las mayores quedan reservadas a situaciones mucho más dramáticas, pero el hecho es que las mujeres somos menos humanas que los varones, y estamos por lo tanto en un podio inferior en materia de existencia y de reconocimiento. Ríos de tinta se han vertido a estas alturas sobre el asunto, y mucho se ha luchado también, aunque con despareja suerte.
Puede decirse que la visualización de este problema, el de la mujer y su reconocimiento humano, recién comienza a desplegarse. A las precursoras, sencillamente las mataron, las metieron en cárceles o en manicomios, las silenciaron de mil maneras distintas. Pero no deberíamos olvidar que sigue tratándose de una lucha, librada por unos seres humanos en aras de su liberación. Es probable que muchas veces hayas escuchado hablar de patriarcado en términos de denuncia, y te haya parecido excesivo, exagerado, impertinente. Es probable que hayas escuchado hablar de feminismo y te haya parecido radical, propio de mujeres extremistas e inadaptadas. En parte es cierto. Cuesta desprenderse de un mandato milenario, que hunde sus raíces en el paleolítico.
Cuesta ver el mundo desde otro lugar, hacerse preguntas incómodas, poner el dedo en la llaga. Es más fácil y mucho menos costoso seguir el viejo trillo de los mandatos culturales. Pero de pronto la burbuja se rompe. Cinco machos violan a una mujer sola e indefensa, y ahí aparece el patriarcado en su esplendor, presidido por Zeus en su trono de piedra, para mostrarse indulgente con los varones y señalar a la mujer. Seguramente los provocó. Seguramente miente. Seguramente es culpable. Por inconsciente, por irreflexiva, por indecente, por loca, por puta. Y en función de todo ello debe ser castigada. Los varones violadores, en cambio, son provocados. No actúan por su propia voluntad, sino en función de la provocación, y sus apetitos sexuales, aun violentos, resultan siempre legitimados por la urdimbre social y cultural del patriarcado. Las hijas de Lot, en la Biblia, quedaron embarazadas de su propio padre. ¿Fue Lot un violador? Nada de eso. La culpa la tuvieron las hijas, quienes lo emborracharon para poder sostener con su padre el “comercio carnal”. ¿Ahora pueden verlo? Alguien ha dicho que el patriarcado es un sistema de dominación estructural y permanente contra las mujeres, las niñas, los niños y los sectores más vulnerables de la sociedad, basado en la masculinidad hegemónica, o sea en el poder de los varones, y en la consiguiente sumisión de las mujeres. Ello legitima toda discriminación e incluso toda violencia de género.
El patriarcado considera al varón como referente máximo de lo humano. La mujer no es tan humana como el hombre, y por eso la muerte de un solo varón por causa de violencia (los ejemplos abundan) provoca muchísima más conmoción que la de treinta mujeres. Los brutales incidentes ocurridos en Quebracho en 2018, sobre los cuales se ha tendido el manto del más perfecto olvido, son muy elocuentes en este sentido. Un hombre de 33 años asesinó a su exsuegra y al policía que acudió al lugar, vandalizó completamente la propiedad del nuevo novio de su antigua pareja (con quien tenía una hija pequeña), se dio a la fuga y finalmente, después de escribir una carta, se suicidó. Toda la comunidad de Quebracho cerró filas en su defensa, de manera directa o indirecta. Se trataba del honor burlado de un macho de la especie. Hasta la policía se permitió enjugar una lágrima en su comunicado: “Hizo público el amor a su exseñora y el perdón a la Policía y a sus amigos”, dijo Mendoza, jefe de Policía de Paysandú. ¿Qué habría pasado si en lugar de un varón se hubiera tratado de una mujer? ¿Se habría tenido hacia ella parecido y emocionado sentimiento? Ni en sueños. Por lo menos habría sido tildada de mala madre, hembra maliciosa, criminal de entraña siniestra y loca desnaturalizada.
Habrás escuchado muchas veces, también, hablar de lenguaje inclusivo, y es probable que te haya parecido forzado, molesto y desproporcionado. Ganas de andar machacando la paciencia al cuete, dirás, por parte de un montón de exaltadas. Sin embargo, el sustantivo “hombre” es usado para referirse a los varones y a las mujeres, de manera “inclusiva” (allí es bienvenido el término), en tanto que el sustantivo “mujer” no se entiende jamás como un concepto genérico. Si en un aula de veinte chicas y un solo varón, un profesor dice “Cómo están todas”, de inmediato estallan las risas, y nueve veces de cada diez ese único varón levanta la mano para hacer notar que, con su sola presencia, ya no es posible decir “todas”, sino que debe decirse “todos”. Un solo varón extiende su dominio de humanidad superior al resto de sus compañeras de aula, y la situación es replicada a escala universal. Valga este modesto ejemplo para mostrar el verdadero (y sólido) fundamento del lenguaje inclusivo que, molesto y todo, urticante y todo, se asienta en una inocultable situación de injusticia.
El patriarcado existe. Es anterior a todo feminismo, y ha provocado todas y cada una de las guerras y los abusos del planeta. Pero sigue entre nosotros, campea en sus fueros y se regodea en su impunidad, y por eso los violadores en manada cuentan de antemano con el beneficio de la duda, y por qué no, de la indulgencia. Pero el patriarcado es una construcción cultural, no forma parte de los ciclos naturales, no es una ley física. No se rige por las evidencias o por los silogismos. Se alimenta solamente del miedo, de la pereza mental, de la comodidad de los privilegios feroces. Como llegó, puede irse, para dar lugar a un mundo un poco menos cruel, arbitrario, tiránico e injusto. Depende de vos, de mí, de “todes”. Creo que el final del patriarcado es una muerte anunciada. Lo prueban las numerosas señales que en ese sentido vienen dándose. Pero son lentas, lentísimas, y su precio es demasiado alto en términos de dolor, de indignación, de infamia y de sangre. Si sumáramos cada quien un granito de arena a la tarea de despertar conciencias, tanto la propia como las ajenas, si permitiéramos que asomen a nuestra mente las preguntas que no nos hemos querido formular (¿serán tan locas las feministas, existirá de veras esa cosa llamada patriarcado?), sería más fácil alcanzar la victoria anunciada, por lo menos para que la vean nuestros nietos y nietas, que no nosotros. Mientras tanto, como en el acto final de La Tempestad de William Shakespeare, yo les pido a mis amables lectores: “Igual que por pecar rogáis clemencia, libéreme también vuestra indulgencia”.
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